Por: Constanza Crotto
En mi vida hay un antes y un después del jardín de infantes. Todavía me acuerdo cuando empecé a escribir por acá, haciendo catársis por la culpa que me causaba escolarizarlos desde tan temprano. ¿Porqué dudaba tanto? Si jardín es glorioso, G-L-O-R-I-O-S-O (se merece mayúsculas, ja).
Ojo, yo amo el jardín porque los mellizos van pocas horas (de nueve de la mañana a doce del mediodía) y porque están todo el santo día conmigo. Entonces ese lapso es MI tiempo, solo mío, en el que escribo notas, salgo a callejear, a mirar vidrieras, a tomar café con amigas y a hacer lo que se me canta la regalada gana con una libertad absoluta.
Y sí, lo admito: me encanta la vuelta del jardín con el cochecito vacío. No se me vengan al humo eh, estoy más que seguro que muchas de ustedes me entienden a la perfección. Es fantástico caminar hacia casa sabiendo que me quedan 180 minutos sólo para mi solita. ¡Guau! Se me van las manos y los pies por hacer de todo. Lo primero es poner a calentar el agua para hacerme un señor café en reemplazo del que no pude disfrutar a las seis y media, cuando me interrumpieron el primer sorbo con un alarido de “Mamaaaaaaaa Memaaaaa”.
Pero el mejor momento del día viene después del descanso. No hay nada que me guste más en el mundo que ir a buscar a los chicos al jardín. La rutina se repite y no me cansa. Llego unos minutos antes de que salgan de la salita y me siento afuera a charlar con Vicky (mi mejor amiga, que tiene un hijo de la edad de los míos) mientras de fondo se escuchan sus vocecitas cantando “Saludo a mi jardín, mañana volveremos, tachín tachín tachín”. Cuando la maestra abre la puerta y los veo asomados juro que me dan mariposas en la panza. Con una sonrisa enorme y los ojos que rebalsan de alegría corren hasta hacia mí para darme un abrazo inmenso y eterno, lleno de amor. Y ahí estamos los tres, abrazados, durante un minuto que quisiera que durara una vida. ¡Cómo me gustaría tenerlos siempre así, conmigo, y que nunca, nunca les pase nada!
Obvio que el hechizo se termina al toque y cuando los subo al coche empiezan a tironearse las mochilas, a agarrarse los pelos y a gritar de hambre, cansancio y sueño. Y obvio que a las siete de la tarde estoy deseosa de que se termine el día porque la intensidad de mis muchachos me deja de cama. Pero cuando me voy a dormir me acuerdo de ese abrazo calentito y pienso: ¿Qué sería de mi sin ellos?