Sábado accidentado

#MamáPor2

Mi sábado pasado fue una pesadilla. Estábamos almorzando en el club cuando, en un minuto que le sacamos la vista, Pedrito se cayó en una escalera empinadísima de tres metros de alto, de esas que van de las cocinas de los restaurantes a los sótanos.

No se cómo pasó,  juro que fue un segundo. Del después, sólo tengo postales horribles. Llantos, gritos, tumulto, ambulancia,  las piernas que se me aflojan, mi pulga de año y pico en camilla con un cuello ortopédico, estudios, ecografías, tomografías. Lágrimas, muchas lágrimas.  Del bebe pero, por sobre todo, mías.

Gracias a Dios, a la Virgen y a los varios angelitos que tengo de mi lado la sacamos barata: estuvimos internados algunas horas la Trinidad de San Isidro y nos dieron el alta con varios hematomas en el cuerpo y no mucho más.

¿Qué es lo que me dejó el accidente? Miedo, angustia, obsesión (sí, más de lo que soy). Y hoy, tres días después del episodio, sigo asombrada. ¿Cómo puede ser tan inmenso el amor que uno siente por sus hijos? No es que no lo supiera antes de este episodio pero en situaciones límite es como si los sentimientos se acentuaran, como si se hicieran aún más evidentes, ¿no les parece?.

Desde el momento que vieron la luz mis hijos son mi vida.  Mis ojos, mis brazos, mis oídos: mi todo está a su disposición. Jamás imaginé que podía existir un sentimiento tan enorme. Su resfrío me desvela, su golpe me desgarra y verlo con un cuello ortopédico partiendo en ambulancia me partió el corazón en mil pedazos.

Si uno pudiera guardarlos en una cajita de cristal, protegerlos de todo mal, ser una red para sus caídas. Si uno pudiera…¡sería todo tanto más fácil! Pero es la vida y tendré que acostumbrarme a que no está todo el mis manos. Caídas, golpes, desilusiones, frustraciones, ¡nueras!  Me estresa con solo pensarlo.

Moraleja:  quejarme menos, disfrutarlos más.  Todo un desafío, ¿no?