Por: Constanza Crotto
Antes que nada, quiero disculparme por mi ausencia en la última semana. El tema es que las vacaciones vienen más ajetreadas de lo que creía y tengo poco tiempo para sentarme frente a la computadora.
Ahora que tengo unos minutos, no quiero dejar de compartir con ustedes mi experiencia con los chicos en la playa. Para eso, voy a remontarme a los días previos al desembarco en las arenas miramareses, en los que compré baldas, palas y rastrillos de colores y texturas diversas, para mantenerlos entretenidos cavando pozos y construyendo castillos mientras yo cómodamente tomara sol en mi reposera. Qué ilusa.
Estoy tan alejada de la postal que imaginé. Digamos que, desde que pisé la arena, no paré ni un segundo (menos mal que mi marido se tomó vacaciones). Empezando la mañana con la untada de protector, tarea nada fácil porque no logro que se dejen embadurnar con crema. Es una especie de lucha que dura pocos minutos pero que me agota.
Después, la rutina casi siempre es la misma. Una vez que termino con los cuidados dermatológicos, busco mi bolsa XXL de juguetes y me instalo en la orilla, desparramando todos los elementos y mostrando el paso a paso para hacer un agujero tan hondo que llegue al agua o una torre tan alta que alcance al cielo
Si logro mantenerlos concentrados cinco minutos es mucho. Porque pasa el heladero, el cafetero, el cocacolero, el señor que vende relojes (a todo esto, el mismo que vi varias veces en la calle Florida) o el vecino de la carpa y se distraen, y lo persiguen, y se queman con la arena caliente, y lloran.
Párrafo aparte merece el tema del agua. ¿Miedo? Ni ahí. Digamos que el mar se transformó en una especie de obsesión y, cada vez que miran al horizonte, repiten señalando con el dedito índice “agua, agua”. Y ahí vamos, yo y mi marido a la orilla, a cazar olas, enterrar pies, a chapotear en charcos, a ver cómo las olas vienen y van, van y vienen.
Después de varias revolcadas volvemos a la orilla, se hacen “milanesa” y vuelve el raid hacia las carpas, metiéndose entre los toldos, perdiéndose entre los pasillos, comiendo galletitas ajenas o tratando de colarse en algún fútbol de “grandes”. Los caminantes y nosotros, sin sacarles la mirada de encima, salvo para mirar de reojo y con algo de envidia a los chicos tranquilos que se distraen horas y horas con baldes y moldecitos de arena.
Bueno, ya a las doce empiezan a cansarse y, como todavía hablan poco y nada, arrancan los quejidos que luego se transforman en llantos ahogados que significan que no dan más, que quieren irse, que el aire de mar los agotó.
Y entonces ahí estamos nosotros, levantando el campamento, haciendo maniobras con el sinfín de bártulos y los chicos alzados, llorando a moco tendido, llamando la atención de todo un pasillo que vino a ¿descansar?
Ahora cuenten, ustedes, mamás de uno, de dos o de muchos. ¿Cómo vienen sus vacaciones? ¿Qué tipo de destino eligieron?