Todo kirchnerista sabe…

#EntrePlazaYPlatea

En la primera mitad del siglo veinte, un intelectual francés de nombre George Bataille desarrolló una sólida crítica al principio clásico de utilidad.

Según el autor, la sociedad moderna se concentró en una forma limitada de adquisición, al punto que la productividad quedó reducida a la producción de la vida material y la reproducción de vidas humanas para conservar la vida. Era la inseguridad sobre las condiciones materiales futuras y de la descendencia por venir lo que imperaba al momento de racionalizar los gastos.

De esta forma, la sociedad occidental se habría edificado –en paralelo al auge y consolidación del capitalismo y la razón instrumental- sobre una serie de cuestionamientos (éticos, incluso) a todo gasto improductivo. Toda una “filosofía de la avaricia” –como escribió Max Weber- que desatendía –progresivamente- una dimensión antropológica fundamental de los intercambios humanos: aquella tendiente a derrochar y destruir sin sentido aparente alguno. Una dimensión que, aun cuando sigue presente en nuestra vida cotidiana en pequeñas prácticas, es vivida con culpa por la incapacidad de la sociedad moderna de justificar utilitariamente esa conducta.

Según Bataille, el fundamento de esta experiencia del derroche sin sentido es la adquisición pero no para conservar, sino para adquirir un poder para perder. Después de todo, no es en el acto de conservar, sino en el principio de perder en donde las sociedades definen el honor y el status.

En el fondo, Bataille no perseguía otro interés académico que demostrar a través de ejemplos etnográficos que la:

la vida humana (…), de hecho (…), no puede quedar, en ningún caso, limitada a los sistemas que se le asignan en las concepciones racionales.” 

Por el contrario, la humanidad comienza en la quiebra de esos sistemas. En estos términos, la vida humana era una apuesta por que lo agonístico, lo orgiástico, lo improductivo, generoso y desmesurado. La experiencia misma del abismo.

Ahora bien, el cierre de las candidaturas para cargos legislativos nos expone a dos lógicas similares. No es novedad, en este sentido, que el kirchnerismo se estructure sobre la base de una filosofía política del gasto improductivo, donde tanto el principio de utilidad, como el de adquisición para la conservación de poder son permanentemente discutidos. Se trata de cierta visión de lo político en donde el poder que se adquiere no sirve “stockeado”, almacenado. No se acumula, no se guarda, sino que se usa y se dilapida cuando se lo tiene. Todas las batallas, son la batalla para hacerlo.

En una palabra, no se acumula poder en el vacío porque no alcanza con la simple amenaza de su uso, sino que se lo adquiere para gastarlo de formas y en batallas que parecen desafiar toda lógica posible. Sin ir más lejos, las candidaturas testimoniales de 2009 fueron un ejemplo de eso: sin necesidad de tener que jugarlo todo, así se hizo. Al punto de exponer a su máxima figura a una derrota.

La oposición, en cambio, nos sorprende en las últimas semanas con un ejercicio de racionalidad extrema. Una suerte de aritmética electoral (pude revisarse los números en este post) que aspira a desafiar a toda ley de forma, sobre la base de proponer que el todo será igual a la suma de las partes integrantes de un acuerdo. La Oposición del Gran Acuerdo es el resultado de la suma de candidatos, intenciones por fuerza y de una postergada decisión sobre las candidaturas, la cual quedará en manos de los electores en la interna abierta.

Las alianzas opositoras son un instrumento de cálculo racional de la política. El problema es que mientras la oposición se une por vez primera y hace cuentas para conservar, todo kirchnerista sabe cómo –agonísticamente- apostar.