“No podemos seguir insistiendo sólo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos” dijo el Papa semanas atrás en una extensa entrevista prolijamente difundida ya, concedida a Civiltà Cattolica.
Esto generó una sorprendente algarabía en medios y grupos tradicionalmente antagónicos de la Iglesia, justamente por estos temas. Una euforia que me parece inexplicable, salvo que en lugar de euforia sea propaganda…
Por las dudas, uno lo dice: Francisco no es el Iphone 6 de la teología. Francisco tiene dos latitas de conserva atadas por un piolín gastado y con eso le sobra para hacernos ver que “para novedad, lo clásico”.
Francisco no revoluciona en el estricto sentido que quieren darle los aspirantes a un “catolicismo protestado”.
Francisco simplifica. Y si en el camino de esa simplificación hacia la humildad y el humanismo quedan revolucionadas algunas estructuras, tanto eclesiásticas como sociales o económicas, serán como un subproducto, no como un fin.
El fin es siempre moral: “La propuesta evangélica debe ser más sencilla, más profunda e irradiante. Solo de esta propuesta surgen luego las consecuencias morales”.
Engolosinados por la forma de comunicar del Papa, y tal vez acostumbrados a confundir el medio con el mensaje, corremos el riesgo de perder de vista que la revolución que nos plantea S.S. está en marcha desde hace 2.000 años.
“Tenemos, por tanto, que encontrar un nuevo equilibrio, porque de otra manera el edificio moral de la Iglesia corre peligro de caer como un castillo de naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio” se extendió Francisco en la misma entrevista.
Dos mil años de frescura.
A mi entender, la “revolución” de Francisco es esencialmente moral y filosófica, y consiste en que S.S. pone al hombre por sobre las doctrinas religiosas y coloca la dignidad humana sobre las ideologías políticas:
“La religión tiene derecho de expresar sus propias opiniones al servicio de las personas, pero Dios en la creación nos ha hecho libres: no es posible una injerencia espiritual en la vida personal”.
Cuidado, que los cambios que Francisco opera dentro de la institución de la Iglesia (para regocijo de sus críticos históricos), son los mismos cambios que él pretende en la sociedad global, cuando nos reclama a los católicos que actuemos en política.
Francisco, definido y auto declarado como hijo de la Iglesia, tiene una idea de la vida y un concepto del hombre y su dignidad, y sobre esas ideas propone soluciones.
Si trasladamos los conceptos de Francisco a la vida política nacional, vemos nuevamente como su prédica es casi un ruego para que todos, especialmente los dirigentes, pensemos nuestras propuestas como expresiones concretas de una idea moral y no como soluciones coyunturales.
Así, por ejemplo, un debate sobre el aborto nunca puede ser planteado como una simple cuestión de higiene, de salud pública, de derechos civiles o de igualdad de acceso e inclusión. El debate debe ser profundo y sobre un modelo de Nación sustentado por una idea del hombre.
Un debate sobre la seguridad, no puede reducirse al “garantismo” o la “mano dura”, o a la cantidad de cámaras de más o de menos, sino que debe ser un punto de partida para que pensemos “¿que estamos haciendo para hacer lo que hacemos?”.
Tal vez, acostumbrados como estamos a vivir de revolución en revolución por esa falta de una idea sustancial, vamos generando “soluciones” y “propuestas” que se amontonan como capas de pintura sobre un cartón mojado. Nos acostumbramos al remiendo.
Carecemos, como sociedad, de un consenso sobre la impostergable necesidad de proteger al débil, ayudar al necesitado, evitar los abusos y avanzar sobre las periferias para que las soluciones sean centrípetas.
Si lo que Francisco nos propone se nos plantea como algo como nuevo, revolucionario, moderno y desestructurado, será porque durante dos mil años hemos estado mirando para otra parte.
Y seguimos corriendo ese riesgo si nos dejamos llevar por la eufórica recepción que los históricos paladines del materialismo le dan a los cambios que Francisco implementa.
Humildemente pido: no me traduzcan a Francisco.
Quizá nos toque a nosotros, los connacionales de S.S., ser el campo de prueba y la punta de lanza de los “cambios” que Francisco induce con su prédica.
Los debates próximos lo dirán.