En una Sudáfrica quebrada y ensangrentada, Mandela arrodilló enemigos frente a enemigos y de esa postración se levantó una nación que se había perdonado a sí misma.
“De los laberintos sólo se sale por arriba”, decía Marechal con toda razón. Por eso, del enredo del odio y la mentira solo se sale superándolas con el amor y la verdad.
En ese camino va Francisco con un arma imbatible: el perdón. No lo exige ni lo declama. Simplemente lo da.
Sin ninguna conveniencia personal pero sin duda lleno de convicciones propias y pensando en las necesidades del país, Su Santidad actúa con grandeza no exenta de habilidad.
Apenas con el mínimo de protocolo indispensable, para que no queden ni sombras de altanería, Francisco alienta con sencillez esa proximidad. Estas semanas han estado cargadas de “perdones” como si Francisco estuviera construyendo hoy el país que vamos a necesitar mañana mismo. Porque sobre ese perdón el Papa asienta las bases de su ideario: el encuentro en las coincidencias.
Tal vez alguno quisiera ver al Papa acusando con su dedo en un reto público. Dudo que eso ocurra porque su victoria es el perdón y lo sigue siendo.
Con el perdón gana la estatura necesaria para poder bajar al diálogo y al acuerdo pero siempre sobre una Verdad en común, a la que vuelve una y otra vez.
¿Cómo logra que el otro acepte el punto de acuerdo? Lo lleva contra las cuerdas a pecho descubierto, poniendo la otra mejilla, dando el primer apretón de manos y a fuerza de verdades innegables que nadie le discutiría nunca, Francisco eleva al oponente a la altura de su propia humildad.
El perdón de Francisco es, además de una posición de espíritu, un ejemplo práctico de construcción nacional.