¿Cuál es la clave del éxito de MasterChef?

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“El jurado”.  La respuesta no tarda ni un minuto en llegar: “MasterChef” es un éxito, principalmente, por ese trío de rígidos (por no decir malos). Un equipo de tres que no se amedrenta ante la mirada “gacha” de los concursantes y que transforma la fiesta que siempre quiso hacer de la cocina la televisión, en un plato con más amargo que dulce.

Es que hasta ahora siempre que había una mesada, una hornalla, ingredientes y un cocinero en la pantalla, había carisma, alegría y buena energía, una atmósfera agradable que fue aplacada por el tifón “Donato-Christophe-Martitegui”.

Y no se trata acá de alabar sus formas, ni el modo en que se conectan y vinculan con los cocineros amateurs, sino de identificar que  por ellos el programa que se emite los domingos en Telefe funciona.

No fuimos pocos los que en un principio desestimamos a este jurado en el que solo destilaba brillo Donato Di Santis, el italianísimo  de Utilísima, que popularizó la bandana y la palabra “ragazzi” hasta en la sopa.

Muchos nos preguntamos por qué no Maru Botana, Narda Lepes, Martiniano Molina, o un cocinero más carismático y más famoso. La repuesta estaba en el formato, y el formato es la llave para entender la masa con ansias de levar del ciclo: no es cuestión de llorar con la cebolla, es cuestión de llorar con las devoluciones, los retos y las caras de terror de los participantes.

Porque en el odio que algunas veces provocan está la magia del encanto. Porque en toda receta que intente ser comestible se debe plantear una conjugación de ingredientes que combinen y se fusionen y acá los tenemos todos: un grupo heterogéneo con historias de vida fuertes que asoman únicamente en el arte de cocinar, en las recetas que eligen, en los alimentos que conocen y desconocen, en las tareas que les son familiares y ajenas, en las funciones en que se destacan y no, en cómo presentan los platos y en cómo se relacionan con los tres hombres de hierro.

Porque en su debut “Coto” cocinó un “alto  guiso”, y si nada hubiese dicho de su historia, hubiéramos dilucidado igual su origen y su esencia; porque no era su plato una combinación de carnes y vegetales, sino un guiso hecho y derecho, y alto, porque destilaba calorías y sabor.

Y definitivamente “Gaia” viene de un lugar distinto al de “Coto” porque presenta cada plato como si fuera la tapa de una revista de moda, y Pablo evidencia una y otra vez el “Edipo” que tiene con su madre, al momento de complicarse en cada receta porque no puede salir aunque sea un minuto para consultarla.

La comida, lo que comen y ofrecen, lo que eligen cocinar y lo que prefieren no hacer, habla más de ellos que sus propios relatos. Saber cocinar en cantidades cuando se  ha tenido que hacerlo siempre para la familia numerosa. Tenerla más que clara -como Elba- para cortar cebolla a borbotones, y trabajar mejor solo que en conjunto -como Jó- cuando se trata de una especie de “pendeviejo”, por lo menos en su aspecto.

Y la clave de todo, empieza y termina en la cocina. Porque no es necesario salir de las “estaciones” para que ellos cuenten quiénes son y qué sueñan. Lo dicen ahí, mientras corren en el supermercado, amasan, pelan papas o presentan sus recetas.

Y ellos sueñan con pasar las fronteras de sus casas, en las que cocinan sin presiones y son aplaudidos sin críticas por los comensales de la patria familiar, pero en el medio deben superar un muro formado por tres que cela sus sueños y le cuenta al mundo que  la cocina no son los patines de Maru, ni los delantales divertidos de Jimena Monteverde, ni las canzonetas del mismo Donato; la cocina es rigor, trabajo, responsabilidad, compromiso, oficio y que la idea buena, para que lo sea, tiene que terminar en plato.

Sufre el televidente con las calificaciones del jurado, con las caras de asco de Martitegui, con la mirada sin pestaneo de Christophe, y el contagio de maldad de Donato, pero ¿qué sería de “MasterChef” si ellos tres se hubieran negado a pararse en fila india con las piernas abiertas y el cuerpo en perfecta postura?

Del mismo modo en que se padecen sus formas de “maestro con regla en la mano”  también se aplauden sus llegadas a los sitios de pruebas grupales, muchas veces haciendo el perfecto ridículo, en un carruaje tirado por caballos, o en un coche militar.

Gente cocinando, que no enseña sus recetas paso a paso, ni las comparte, en televisión, sin la posibilidad de compartir aromas, ni sabores, agrupada en un reality show, funciona, y muy bien. ¿Por qué? Por la tensión. Porque si el jurado fuera benevolente y los concursantes cocinaran tranquilos, sin presión, sin errores y sin adrenalina, el chiste duraría muy poco.

Pero como en cualquier receta que sabe bien, aquí la suma de las partes, mejora el producto, y como en todo plato principal, hay un protagonista -el jurado- y una guarnición, los concursantes.

¿La frutilla del postre? El perfecto guión, nave insignia de Eyerworks Cuatro Cabezas, que sabe más que nadie que, para funcionar, hay que planificar, y que para que un plato salga bien, hay que seguir la receta paso a paso.