Por: Nicolas Lafferriere
Una madre que espera cuatrillizos a los 65 años de edad y que ya tiene 13 hijos y el caso de hijos concebidos con gametos mezclados de dos padres, óvulos donados por una mujer y una mujer gestante, son algunas de las noticias que esta semana nos sorprenden y nos llevan a plantear la necesidad de una reflexión profunda sobre los valores humanos implicados en la procreación.
En efecto, desde hace varios años las técnicas de fecundación artificial han dejado de estar limitadas a los casos de infertilidad o esterilidad y comienzan a regirse por la lógica del puro “deseo reproductivo”. Ello ha permitido ampliar los mercados a los que las técnicas procuran llegar y ha desbordado, en muchos sentidos, los parámetros tradicionales del derecho en materia de transmisión de la vida humana y filiación.
Estas situaciones han suscitado justificadas reacciones, que llaman la atención sobre la necesidad de que la transmisión de la vida humana no se salga de su cauce y no quede dominada por la voluntad de los adultos. Están en juego niños y hacia ellos tenemos una enorme responsabilidad que, jurídicamente, se ha plasmado en la exigencia de priorizar siempre su interés superior. Sin embargo, bajo pretexto de una supuesta autonomía reproductiva, se termina avasallando ese interés superior en lo que se ha denominado con razón como un enfoque “adultocéntrico”.
La transmisión de la vida humana no puede estar regida por una lógica “adultocéntrica” y tiene que reconocer al niño como don y no como producto, con especial referencia a la necesidad de cuidar siempre el derecho a la vida de los embriones y también su derecho a la unidad de todos los elementos que conforman su identidad.