Por: Nicolas Lafferriere
Diariamente asistimos a un bombardeo de noticias sobre la devaluación de la vida. Repasemos la última semana: 950 personas mueren en su intento de emigrar desde Africa a Europa, 300 personas en el barco hundido frente a Grecia, 30 cristianos ejecutados por ISIS al huir de Africa, una matanza por las FARC en Colombia. Luego están los casos “individuales” que también conmueven: el asesinato de un profesor en Barcelona por un alumno con una ballesta, el de una maestra, el de una persona al ser robada, etc.
Un denominador común podemos encontrar en estas muertes: una sucesión de noticias que anestesia la conciencia. En efecto, cuando en enero de 2015 se produjo la matanza de los periodistas y dibujantes de Charlie Hebdo, hubo una reacción internacional proporcionada al horror de las muertes. Cuando fue filmado y difundido el primer video de una decapitación, la reacción fue de indignación y repudio. Sin embargo, a medida que se instala la lógica de la muerte y que las noticias se suceden una tras otras, las conciencias se van acostumbrando al horror y vamos perdiendo capacidad de reacción ante muerte. Incluso algunos de los grupos más violentos parecen hacer de la muerte parte de su “marketing”, exportando el modelo de propaganda. Así, no deja de sorprender que lo que ocurre en torno al Estado Islámico y las matanzas, ahora aparezca mucho más cerca con una matanza por parte de las FARC en Colombia.
Se podrá decir que no todas las situaciones son iguales, que hay que hacer distinciones. Eso es cierto y no es nuestra voluntad profundizar los problemas subyacentes a estos casos que son disímiles entre sí. Pero cuando asesinar al otro se instala como una vía más de solución de los conflictos, cuando la eliminación masiva y sistemática de poblaciones se difunde sin reacciones proporcionadas a la magnitud de los hechos, sólo cabe constatar que la sociedad está perdiendo capacidad de reacción y está comenzando a asumir como “natural” o como algo “inevitable” que la vida no sea siempre el valor primero a defender.
Y aquí es donde surge la segunda reflexión. ¿Cuáles son las consecuencias de esta devaluación? Desde una perspectiva cultural de fondo y en el largo plazo, si la vida es un bien disponible, si la vida ya no tiene valor absoluto, entonces podemos operar sobre las distintas formas de vida. La vida pierde peso ontológico y se convierte en un recurso más, disponible según las reglas de las disputas de poder.
Cuando la vida deja de recibir una protección absoluta, cuando la vida puede ser quitada sin mayores consecuencias, se generan las condiciones para que se instale la llamada “cultura del descarte”, a la que tantas veces se ha referido el Papa Francisco, como aplicada a los excluidos del sistema, a los niños, a los ancianos, a los por nacer, a los discapacitados y a todo aquél que no sea productivo.
Una reacción fuerte y proporcionada es necesaria ante tantos ataques a la vida. No sólo está en juego las vidas humanas de quienes son eliminados masivamente. Está en juego la misma convivencia humana.