Por: Martín París
Toda la vida mis amigos me criticaron que en vez de estar buscando una chica para salir, estoy buscando a la futura madre de mis hijos. Es que cuando conozco a una mujer interesante me cuesta mucho manejar mis expectativas y la ansiedad me termina ganando por goleada. Al toque mi cabeza comienza a maquinar acerca de cómo sería mi futuro con ella, qué cara tendrían nuestros hijos, dónde viviríamos y reconozco que, muchas veces, me imagino corriendo con los brazos abiertos a su encuentro por una pradera florida y llena de colibríes volando a nuestro alrededor. Pero lo peor de todo es que esto me pasa después de la primera salida, numa’.
A veces me quedo pensando si no tendría que aprender a manejar mis expectativas, si no debería ser más cauto y amarrete con mis deseos apurados de entrar rápidamente en confianza para concretar todo lo que sueño vivir con la chica que hace tanto tiempo busco. Pero al rato me pregunto: ¿qué problema hay de entregarse a la fantasía con alguien que recién conociste? Si para arrepentirnos siempre estamos a tiempo. “Es que vas a parecer un desesperado”, me dice un amigo mío nerd, programador de computadoras, que cuando te mira a los ojos parece que te está leyendo la matrix. Y es entonces cuando me doy cuenta que esta discusión va más allá de un simple intercambio de opiniones entre el hombre y “la máquina” (ese es el sobrenombre de mi amigo cuatrojos). De que estamos hablando de una de las batallas que más víctimas ha dejado en la historia desde que a Descartes se le ocurrió primero pensar, para luego existir: la feroz lucha del cerebro versus el corazón.
La razón y la pasión son como el agua y el aceite: no se juntan nunca (alto dato les tiré). Todas las veces que intenté analizar cerebralmente una situación amorosa, con el corazón bombeándome sangre caliente por el cuerpo, los cálculos me salieron para el upite. Es que no va mezclar aquello que te nace instintivamente con el raciocinio que te hace comprender los códigos culturales que atraviesan la vida de un hombre moderno en sociedad. Nacemos transformados en ciudadanos, nos nomenclan de prepo con un nombre que no elegimos pero que tenemos que llevar durante toda nuestra vida (el segundo nombre es una desgracia y lo mantendremos oculto para siempre) y hasta nos registran, en un documento de identidad, con el número de habitante que somos en la tierra en que vivimos. ¿Dónde hay lugar para el sentimiento ahí? Estamos hablando de aquellas cosas que no se tocan pero que se sienten en lo profundo (cómo un cálculo en la vesícula). Entonces, ¿cómo se puede mediar en el constante enfrentamiento que se da entre el amor y la razón?
Bueno, después de mucho analizarlo, se me ocurrió una sola respuesta certera a este gran interrogante que muchas noches no me deja dormir: no tengo la más pálida idea. Porque a mí, cuando conozco una chica que me gusta, el cerebro me dice: “Se acaba de activar la ínsula y el núcleo estriado de la corteza cerebral, plegada entre el lóbulo temporal y lóbulo frontal”, pero el corazón me grita: “¡Uh, loco! ¡Es la mina más linda del mundo, chabón!”. Cuando me enamoro de ella el cerebro me dice: “Sufrirás sudoración, tartamudeo y dolor de estómago, se acelerará el pulso y aumentará tu presión arterial, lo que te provocará taquicardia y alteraciones en la percepción del tiempo”, pero el corazón me grita: “¡No, viejita al agua! ¡Esta mina es el amor de tu vida, papá!”. Y cuando me separo de ella el cerebro me dice: “Te sentirás paralizado, desorientado e incapaz de aceptar la realidad. Lo negarás, luego vendrá la pena y la depresión, en la que creerás ser el culpable de lo sucedido y te enojarás hasta aceptar la pérdida con resignación para finalmente decidir volver a empezar”, pero el cerebro me grita: “¡Ya fue, guacho! ¡No te vas a volver a enamorar nunca más, logi!”.
Como verán, en este minucioso análisis teórico-práctico que acabo de esbozar con fundamentos científicos y filosóficos profundos, he llegado a la conclusión de que la puja dentro de uno es harto complicada. O lo que es lo mismo en otras palabras: el cerebro es re agreta y el corazón es re bardero (juro que esta definición se la escuché a un catedrático de Harvard o alguna de esas universidades que se ven en las películas). Así que aunque el cerebro me dice que René “fue un filósofo, matemático y físico francés, considerado el padre de la filosofía moderna”, el corazón me grita: “¡Eh, Descartes pecho frío! ¡Se ve que a vo’ nunca una nami te rompió el corazón, gato!”, porque yo, a diferencia del pensador galo…
…siento, luego existo.