Por: Martín París
Todos tenemos un tesoro para ofrecer. Un tesoro que está compuesto por esos defectos y virtudes que nos hacen únicos. Un tesoro que cada uno de nosotros conserva celosamente y que sólo entregamos a aquellas personas que lo saben valorar. A veces, uno no pretende recibir nada a cambio de la entrega de su tesoro. A veces, uno simplemente da, y encuentra en esa única acción el goce del intercambio. Pero otras, uno espera una devolución de la inversión que, muchas veces, termina no correspondiendo con nuestras expectativas. Es entonces cuando uno debe entender y aceptar que, quizás, el mapa de la búsqueda de nuestro tesoro está en las manos equivocadas.
Creo que es importante conocer el valor que nuestra fortuna personal realmente tiene para saber a quién entregarle nuestro tesoro. No caer en la soberbia inflación, claro, pero tampoco rematar nuestras joyas al primer postor. Es que es muy difícil entender que alguien no quiera recibir un tesoro, pero mucho más es aceptar que alguien no quiera entregártelo. Eso no quiere decir que si el tesoro ofrecido no es de tu interés debas retribuirlo igual, pero tampoco se puede pretender que el otro siga ofreciendo el suyo si ya estás con un nuevo mapa entre tus manos. En la vida se toman decisiones: se reciben y se dan monedas, pero también se pierden.
Lo cierto es que uno no se queda con su tesoro como un castigo o por despecho, no lo hace con bronca, lo hace con la tristeza de saber que ha invertido sus energías en un proyecto que no le resultó rentable, por más que haya puesto todo para desenterrar el preciado cofre ajeno. Se trata de reservar nuestro tesoro para quien quiera recibirlo y nos retribuya un precio justo por él de acuerdo a nuestros anhelos. No es egoísmo quedarse con el propio botín. Es un acto de conservación personal. Es valorar las monedas que uno tiene en su haber y que le han costado tanto conseguir. Por eso, a veces suena algo injusto que alguien pretenda tener el mapa de todos los tesoros escondidos a la vez.
En el amor no hay trofeos ni medallas por el segundo puesto. No hay competencia, porque el amor mismo es el premio por el que participamos en esta vida. Pero los riesgos son siempre mayores para quien más pone en juego. Lo que pasa es que, muchas veces, nos encontramos entregando nuestras monedas de oro a cambio de espejitos de colores. Es que uno quiere encontrar su paraíso fiscal, pero con tantos fondos buitres volando alrededor, si el otro no es nuestro principal acreedor, no queda otra que devaluar las expectativas amorosas, declarar en bancarrota la relación y depositar los ahorros en otras inversiones sentimentales.
Por eso, si algún día te das cuenta que querés que plante bandera en tu tierra firme, hacémelo saber. Yo, mientras, seguiré con el corazón en plazo fijo, surcando los siete mares, en busca de nuevos horizontes de amor.