Por: Martín París
Estábamos en la plaza. Había sido una cita hermosa. Nos contamos de principio a fin nuestras historias, nos reímos de los mismos chistes, incluso nos dimos cuenta que nuestras vidas tenían muchas más cosas en común de lo que creíamos. Pero a nuestro encuentro le faltaba algo. Eso que hace que las reglas de juego cambien para siempre. Al principio, mientras estaba entretenido descubriéndola, no me había dado cuenta qué era esa sensación incómoda que me recorría el cuerpo. No entendía de qué se trataba esa urgencia que me generaba aquella efervescencia en mi interior. Pero al final de la noche, cuando las velas estaban por extinguirse y el sol amenazaba con sentenciar el desalojo de la luna de aquel cielo estrellado, me di cuenta cuál era el motivo que me tenía tan nervioso: a nuestra cita ideal le había faltado tensión sexual.
Ojo, no hablo de la chanchada. No. Hablo de otra cosa. De eso que planta un nuevo escenario en un encuentro entre dos desconocidos en plan de seducción mutua. De aquel punto aparte en una salida que puede condenar el encuentro a un rotundo fracaso o al comienzo de una historia de amor. La salida había sido espectacular. No hubo ni un minuto de silencio, todo fluyó con absoluta y sincera naturalidad, ninguno pretendió ser otra persona que la que era, cada toque de atención había funcionado de maravilla. Lo que pasó fue que de pronto sentí que ella iba a pensar que me estaba candidateando como su nuevo mejor amigo, y la verdad que mis intenciones eran otras. Además, de caballero a dormilón, hay un paso muy chiquito.
Yo soy bastante malo para encontrar el momento indicado para dar “EL” paso. No sé, como que nunca me doy cuenta cuando está todo listo para que avance. Me tienen que indicar el camino bien clarito, sin enigmas ni metáforas porque no te las agarro ni a gancho en un momento de tanto nerviosismo como ese. Como que dudo de todo y me vuelvo ciego ante las señales. La cosa es que se hizo una laguna chiquita, de esas que dan pie al cambio de ritmo, y me dije a mí mismo que era el momento. Fue entonces cuando recordé la recomendación de un amigo mío que me dijo que la mejor manera de llevar a una chica a ese momento de intimidad, en el que es necesario sumergirse de lleno para poner a prueba las verdaderas intenciones de los participantes, es ir de a poco, paso a paso, actuar sutilmente. Y así fue como le tiré la boca de una, sin anestesia, a lo bonzo.
Ella corrió la cara y me miró ofendida. “Me parece que te estás confundiendo”, me dijo. Yo no lo podía entender. ¿Confundiendo? ¿Pero por qué se pensaba que le hablaba todos los días, le megusteaba cualquier cosa que publicaba en el muro y le había pedido el numero del celular, el mail y hasta el tipo de sangre que tenía para invitarla a salir? ¿Qué creía que estaba buscando? ¿Una garantía propietaria? “¿Qué pasó? ¿Te enojaste?”, le pregunté yo que la miraba sin poder creer la cara que había puesto. “No, no estoy enojada, estoy triste. Yo pensé que éramos amigos”, me dijo ella como si la hubiera traicionado. “Pero yo no buscaba una amiga en vos, buscaba conocerte. Yo ya tengo amigas”, le contesté pensando que uno no puede enojarse con una mina porque no guste de nosotros. Eso es una canallada. O te pasa o no te pasa, pero lo que me da bronca es que una chica se enoje con uno porque es fiel a sus verdaderas intenciones. Si me gustaste y yo no a vos, mala suerte para mí, pero no me pidas que te la caretee. “Es que estoy saliendo con alguien”, me dijo y, en ese instante, a mí se me cayó todo mi plan maestro al mismísimo infierno.
En que me di cuenta que me la había pasado laburando gratis todo ese tiempo, que le había preparado el terreno hablándole de lo importante y trascendental que era el amor, para que otro flaco se termine comiendo la galletita. “Si te sentiste invadida, perdóname. Pero con todos los centros que te tiré, pensé que estaban más que claras mis intenciones. Además, ¿en qué planeta un pibe le tira tantos palos a una mina sin que ella se dé cuenta que se la quiere levantar?”, le pregunté. “En mi planeta”, me contestó ella y una luz apareció en el cielo. Se posó sobre nosotros y mi cita fue abducida por una nave intergaláctica dejándome solo en el medio de la nada. “Otra vez… ¡Qué mala leche!”, me dije a mí mismo…
…y me fui pateando a casa silbando bajito.