Por: Martín París
Llovía. Era un sábado a la noche de esos que sabés que no vas a salir. Cada uno de nosotros se había pedido el plato del delivery que más le gustaba. Por alguna razón, los seres humanos creemos que podemos superar la depresión con kilos de comida. Algo nos dice que mientras más comemos, más rápido se nos va. Entonces, el gordo, con unos palitos de queso en la boca, dijo: “¿Cómo puede ser? Si parecía que esta vez iba todo bien”, y yo, en ese instante, me di cuenta que estaba cayendo en los tres estadios de la superación del fin de una relación. Tres períodos que todos en algún momento pasamos y que son parte de las mecánicas defensivas que uno emplea para tratar de curar rápido la herida que dejó una partida.
El primero es cuestionar y tratar de racionalizar lo sucedido, como si el amor fuese algo que uno puede diseccionar como un sapo. Nos ponemos medio gomas, encarnamos una especie de Sherlock Holmes del amor y empezamos a analizar aquellos momentos en donde creemos haber visto pistas de una ruptura inminente. Imaginamos cosas, en realidad. “Claro, por eso no vino a mi cumpleaños…”. ¡Pero claro que no va a ir! ¿Cómo pretendés que la mina se enfrente a una semana de haberte visto por primera vez en su vida a toda tu gente? ¡Tu vieja ya la estaría enseñándole a hacer el pastel de papa como a vos te gusta! Además, tener que verles las caras a tus amigos que la miran de arriba abajo para saber si está tan buena como se las vendiste… ¡Una tortura!
Después el gordo le entró a una porción de milanga a la napolitana y casi con lágrimas en los ojos (y la boca llena de carne y papas fritas) dijo la terrible frase: “Algo debo haber hecho mal”. Y yo, al toque, pensé en que uno no puede mantener el personaje durante mucho tiempo. Porque, bueno, convengamos que, al principio, todos mentimos un poquito, y si no mentimos edulcoramos la realidad. ¿Pero durante cuánto tiempo puedo seguir haciéndome el cordobés? Cuando salgamos de la oscuridad del boliche y el sol asesino nos dé de lleno en la trucha, ¿podré seguir disimulando que no soy rubio, no mido uno ochenta ni tengo ojos celestes? No, la verdad no ofende, macho. Tarde o temprano terminás sincerándote con vos mismo y dejás a la vista de todos cada una de tus miserias.
Por último, el gordo abrió su cuarto kilo de tramontana, deglutió un buen cucharón sopero del helado y, levantando los hombros, dijo: “Ma’ sí, igual no estaba tan buena”. Se miente, se miente en la cara, se miente tragando una bocha de helado frío que él desea que le congele el corazón. Porque vos sabés que si en ese mismo momento, si en ese instante en que él acaba de pronunciar esa sentencia que descarta todo sesgo de interés por ella le llega un mísero mensaje de la mina, aunque sea uno absolutamente vacío, o con un emoticón trucho de un tipito a punto de vomitar, el interés le vuelve de manera instantánea, y todo aquello que él dice que no le gustaba de ella desaparece por completo.
Entonces, no soporté más verlo así. Me paré arriba de la mesa y, bajo la atónita mirada de su ser tratando de superar a brazada limpia un duelo más, que difícilmente sea el último que le toque vivir en su vida, le dije: “Escuchame una cosa: si a la mina no le pasó “eso”, no le pasó. No busques más excusas, no te mientas y aceptá la realidad. No hay nada de malo en vos. De nada te sirve mendigar cariño. Si a la mina no le sale, no le sale y punto. Además, pensá en cuántas veces te pasó que una mina que no te cerraba te tiró onda y vos la rechazaste. ¡Es lo mismo! Así que dejate de mariconadas y bancátela, que si te hubiera dicho “Te amo” cuando vos se lo dijiste, hoy estarías con ella a pesar de todo lo que decís que no entendiste, no funcionó o no te gusta. ¿Está claro?”. El gordo me miró, dejó el helado a un costado y, con un aire reflexivo que pocas veces le vi, me dijo: “Bajate de la mesa porque te parto la cara de una trompada”.
Yo le hice caso, limpié la mugre que había dejado con un trapito húmedo y seguimos la noche jugando a la play sin volver a hablar sobre el tema.