Por: Martín París
Le pegué con la palma de la mano a la mesa del bar: “¡Orden en la sala!”, pedí y todos me miraron sin entender. Me había metido en medio de una acalorada discusión entre dos amigos míos que no podían llegar a un acuerdo. El gordo se apartó a un costado, tratando de no interferir, escuchando cada una de las justificaciones en uno de los debates más candentes que un grupo de hombres puede llegar a tener. “El jurado se expedirá después del juicio”, dijo y los vagos se rieron al principio pero después se dieron cuenta que la joda iba en serio. “Entonces, señores… ¿qué es mejor? ¿Salir con una pibita, o salir con una señora?”, pregunté y ambos abogados presentaron sus pruebas.
“Primero, quiero definir a mi acusada “pibita”: se refiere a una “mujer joven con la mayoría de edad legal como para comenzar una relación amorosa con un hombre”, o sea, dieciocho con o sin emancipación efectiva”, esgrimió un boga improvisado sentado en una esquina de la mesa. “En tanto “señora” es aquella mujer adulta, independiente y experimentada, con el reloj biológico en tiempo de descuento”, hizo su descargo el otro sobre su imputada lastrándose un maní. “Prosiga”, invité como magistrado a los querellantes. “Bueno, en principio a la pibita la tenés que invitar vos a salir. Si no le hablás, no te habla. Está como esperando siempre. Te da unas mínimas señales que vos por tu lejanía etaria ya no agarrás”, dijo uno de los letrados. “Las señoras son más determinadas. Requieren otra clase de laburos. Principalmente que no te muestres como un desesperado. La señora ya se cansó de cambiar pañales, de enseñar, ahora quiere que la sorprendan. Por eso, si la señora te dice que sí, agarrate”, dijo el otro en defensa de su cliente y yo traté de aclarar: “O sea que a la pibita la tenés que pasar a buscar por la casa mientras que la señora llega sola a la cita. ¿Anotó el jurado esta observación?”, le dije al gordo que me miraba seriamente: “No se preocupe, señoría. No tenemos dactilógrafo pero estoy grabando esta conversación con el celu”, me avisó y todos nos quedamos tranca.
“La pibita se la pasa conectada a todos los estímulos digitales de la vida moderna. Siempre online, sabe el último tema de moda y los sensuales pasos de los videoclips. Cuando te baila, te liquida. Son expertas en la provocación, en despertar las fantasías, en avivar el deseo”, dijo un jurista. “Muy poético, doctor”, le agradeció el gordo. “La señora está ocupada la mayor parte del día y cuando llega se dedica a los quehaceres de la casa. Por ahí mete un curso o un pilates para mantener tonificada las cachas. Sabe que el paso del tiempo es irremediable y para ella, la vida es hoy, no tiene tiempo para andar desperdiciando”, dijo el otro. “Cuando a una pibita no le podés seguir la onda, te llama “abuelo”, y cuando a una señora la dejás en off-side con alguno de tus modernismos, te llama “pendejo”, dejando salir cierto humito por las narices”, dijo uno de los patrocinadores. “Es que a las pibitas le va lo más romántico, tardan en concretar y la señora va a los bifes de una”, argumentó el otro boga defendiendo a su acusada. “Protesto, señoría. Hay pibitas que van al frente como loco”, saltó de la banca el otro apelando sacado. “A lugar. Te hacen pasar de seducción culposa a dolosa”, contesté y el gordo me felicitó chocando los cinco por lo comprometido que estaba con el personaje.
“A la pibita, después de la salida, la tenés que llevar hasta la puerta de la casa y si no estás motorizado, el tacho y la salida te sale una fortuna. Puedo presentar incontables testigos que declararían a mi favor en este punto”, dijo uno muy seguro. “En cambio, la señora sabe que llegás con lo justo a fin de mes y, si es de barrio, se copa con un miti-miti. Es más, si es gauchita te lleva ella en su auto hasta tu casa”, dijo el otro. “No, si es gauchita te lleva a otro lado”, les dije yo guiñándoles un ojo. “Es que cuando uno es joven idealiza el amor. Las pibitas buscan todos modelitos, millonarios, sensibles, pero después se dan cuenta que nosotros somos los hombres de verdad”, intervino el gordo golpeándose la panza de birra. En ese momento, llegó la moza con la cuenta. El juicio oral se estaba extendiendo demasiado. “Bueno, creo que es momento de que el jurado se expida, ¿no? Digo, así después pasamos a la sentencia”, disparó el gordo y yo sentí como todas las miradas de la sala se posaron sobre mí. “¿Podemos pasar a un cuarto intermedio? Tengo que ir al baño”, pedí porque necesitaba aclarar mi mente (del alcohol) y todos me miraron raro. “Vos sos el juez, bola”, me dijo un fiscal recordándome mis superpoderes: “Nos tomamos una pequeño receso”, dije golpeando la mesa otra vez y salí corriendo al mingitorio.
Cuando volví, ambos abogados me guiñaban los ojos. Incluso alguno de ellos chocó los cinco con el jurado, lo cual me hacía pensar que había algunos arreglos subterráneos ocurriendo a mis espaldas. Pero, entonces, me quedé pensando en que, quizás, mis amigos se estaban dejando llevar por prejuicios y estereotipos. Porque también hay pibas que están bien ubicadas a pesar de su corta edad y tienen bien en claro qué es lo que quieren, aunque la experiencia, al crecer, uno se va dando cuenta que es fundamental para conocer al otro, pero, sobre todo, para conocerse a uno mismo. Del mismo modo, hay mujeres vividas que se tropiezan mil veces con las mismas piedras y que, a pesar de jurarse nunca más volver a cometer aquel error que las dejó tan mal heridas, siguen prefiriendo caminar en patas por una calle de adoquines. Así que, prefiriendo no dictar sentencia firme cerrando la puerta a nuevas experiencias que logren sorprenderme de ambos lados, mire a los dos abogados, luego al jurado y dije…
“Este tribunal se declara incompetente”.