Encuentros cercanos

#SoySolo

Todo empieza con un “sí” de ella, pero sólo vos sabés lo que tuviste que hacer para conseguirlo. Mantener tu confianza y seguridad frente a decenas de machos alfa que se creen los únicos deseados de la manada, resistir la desidia de incontables negativas y “vistos” jamás respondidos, noches de insomnio en guardia esperando encontrar la oportunidad de contactarla, creatividad agotadora al servicio de hacerla reír, soñar, emocionar, amar con no muchas más herramientas que un par de palabras pintorescas sacadas de un diccionario abandonado y una foto de perfil que, según tu quisquilloso criterio estético, cumple todas tus normas ISO 9000. Sin embargo, ella una vez (¡por fin una vez!) te acepta la invitación y vos sonreís pensando que lo lograste. Pero, a los pocos segundos de descorchar, te das cuenta que la verdadera aventura recién comienza.

Te reunís con todos tus asesores improvisados, esos que se encargan de sostenerte psicológicamente, de mantenerte entero para no entregarle la daga a la primera sonrisa, para conservar un poco de misterio y no regalarse desnudo en ese encuentro inaugural. Evalúas posibles escenarios, respuestas, gestos, y los pibes te ponen a prueba en todo exigiéndote lucidez, habilidad y resistencia como si fueras un puching ball del amor. Pero al toque flaqueás y te das por vencido, porque, por más que hagas esfuerzos sobrehumanos, realmente te resulta imposible fingir algo que no sos. Y al recordar que la vida es una secuencia de hechos impredecibles, finalmente te entregás al azaroso devenir de la seducción. “Si es, será”, les decís a los muchachos en un ataque de determinismo amoroso que te saca kilos de presión de esa espalda que carga con todos aquellos consejos sobre lo que, se supone, deberías hacer para conquistarla.

Elegís el peinado que mejor disimula tu terrible zapallo, el largo de barba justo que resalta tu corte de cara de mandíbula ancha, enjuagás tu barroco y rebelde cuerpo oculto bajo la espuma, probás diferentes fragancias hasta encontrar ese perfume inolvidable, desdoblás con delicadeza la camisa arquitectónicamente planchada, te calzás el pantalón más prometedor, las medias con el talón del pantone grisáceo esfumado y el bóxer con el elástico menos estirado para que tu primera impresión se le quede tatuada en la retina durante toda la noche, encandilándola lo suficiente como para que ignore esos detalles que te hacen perfectiblemente humano. Intentás ensayar de antemano una estrategia discursiva que te permita persuadirla, conectarte con aquellos rasgos secretos y misteriosos de personalidad que le generan empatía. Querés saber dónde está escondida la llave del cofre que guarda en su corazón, y no precisamente para robarle su tesoro, sino para compartirle las pocas monedas oxidadas de desengaños que quedan dentro del tuyo.

Te subís al bondi y rezás para que no se le funda la biela a ese armatoste destartalado que te va a conducir hasta tu destino, ella es tu destino, (¿ella es tu destino?). Repasás el tridente billetera-llaves-celular y te asegurás que todo esté en su lugar, como si fuera un botiquín de primeros auxilios siempre listo para algún rescate inesperado. Mirás la hora y masticás el chicle del mentol más radiactivo que encontraste debatiéndote si es más maleducado llegar tarde o temprano a una primera cita (la puntualidad no es una de tus virtudes). Ves por la ventana que el tránsito se hace espeso y preguntás por qué el tiempo y la distancia no se miden en canciones (“vivo a dos OKTUBRES de tu casa”, te lamentás no haberle avisado). De pronto, llegás y todo te resulta extraño: la gente, las calles, las costumbres. Pero lo peor es descubrir que estás solo, que ella no está ahí esperándote.

“¡Qué tonto! ¿Cómo va a aceptar salir con vos?”, se te ríe el diablito que te baila mambo adentro de la cabeza. Sentís como sube la sangre por el cuello hasta la vena hinchada de tu sien, esa que parece estar a punto de explotar de bronca cada vez que te das cuenta que la besabas en un sueño. Te desabrochás la camisa, porque ya no te importa que te descubra la remera que usas de pijama. Te secás la transpiración con la manga que se empasta con el gel efecto plastificado que te deja el flequillo duro e inmóvil como la melena de David. Te metés en el bar más oscuro y sórdido donde tipos olvidados se abandonan a esperar la huesuda, rememorando sus goles en primeras divisiones de clubes que ya no existen y besos de actrices que sólo recuerda tu abuela. Y cuando te sentás frente a la barra para pedir el trago más corrosivo, ese con el que querés limpiar tu honor pisoteado por otro desencuentro (“otro más”, mascullás entre dientes), ella llega y te dice “Hola”.

Y al verla ahí, sonriéndote tan hermosa y nerviosa como vos, sabés que toda esa travesía ya valió la pena.