Por: Sol Iametti
“Las ruinas son el camino a la transformación” – lo repito como un mantra, como una oración interna. Las ruinas, las tormentas, los cambios son el camino a la transformación. Y en un fin de semana en el que la nostalgia apenas me permite ensamblar las palabras adecuadas para pronunciar los recuerdos, repito mi oración interna, gesto mi propia religión, encuentro mi propia forma de rezar: la escritura.
Es domingo. Decido escribir un domingo en lugar de un sábado porque ayer necesitaba introspección. Me levanto al día de sol y los pájaros de Santa Rita como cuando era pequeña, y sin embargo, tanto ha cambiado.
Es domingo y ya no voy a misa como solía hacerlo. Miro hacia atrás y mi comunión queda tan lejos que apenas me (re)conozco. En la fotografía del final de ceremonia somos 4.
Es domingo y estoy sola en la mesa del living. Hacia mi izquierda, un café que me ayuda a terminar de despertar. A mi derecha, una silla vacía. Mi padre se ha ido y no volverá. Hoy es el Día del Padre.
Miro la fotografía de portada. Núremberg nos recibía con un manto de hollín, casi como queriendo contarnos el secreto de su historia de forma cromática. Las nubes pesaban lo que pesan mis recuerdos, hoy, domingo, Día del Padre. Las nubes anunciaban la tormenta, y la tormenta es necesaria para descongestionar(se). Núremberg logró aceptar su historia, y me recibió hace casi tres años atrás con sus tradiciones y costumbres como una forma de abrigarme del frío de otoño, tal como lo hacía mi padre en invierno: mis manos heladas encontraban refugio en la cuna de sus manos; formaba un nido con sus palmas y lo colocaba como ofrenda encima de la mesa para que colocara mis manos entre las suyas. Las manos de mi padre han sido mi propio refugio del frío, al igual que Núremberg.
Mi padre ha sido im-perfecto. Mi padre no ha sabido muchas veces como expresar sus emociones, o por el contrario, muchas veces ha sabido ser tempestad puertas adentro. Pero hoy prefiero recordarlo como Núremberg, aceptando su historia y sus tormentas, recordándolo con sus tradiciones y costumbres, las mismas que hoy he adoptado y me permiten recordarlo con una sonrisa que emula el calor de sus manos.
Mi padre me ha enseñado a observar las ciudades más allá de las primeras impresiones. Así Praga, Núremberg y Frankfurt se han vuelto lecciones de vida. Entonces, surge la necesidad de regresar a Europa porque volver es como una nueva lectura de mi historia; la historia de Europa me ayuda a observar(me), a entender(me). Viajar es el medio que he encontrado para lograr (re)conciliarme.
Respetar y aceptar mis necesidades es una forma de quererme, y antes podía no verlo, pero hoy domingo todo está claro: esto también me recuerda a mi padre.
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Mientras mi hermana y yo sigamos con vida, todos los días será el Día del Padre.
Gracias Papá por enseñarme a ser música: