Por: Fabio Lacolla
¿Jugaste alguna vez a ser otra persona delante de tu pareja? ¿Se te ocurrió pensar cómo sería el otro con alguien diferente a vos? ¿Te gustaría presenciar el momento exacto dónde tu pareja es seducida por otra persona? ¿Querrías saber su reacción? Ahora que ya se conocen, ¿no les gustaría conocerse de nuevo?
Siempre querés otra cosa. Por un motivo u otro el deseo punza la comodidad de un vínculo como un corsé de casamiento. El deseo, si no sabés domarlo, no te deja dormir. El bozal para el deseo se llama vivir en paz. Hay territorios para la batalla y está el mar del caribe.
Milan Kundera tuvo un gran acierto en 1984 que fue escribir una novela más o menos buena con un nombre destellante “La insoportable levedad del ser”. Muchos años antes, en 1968, publicó “El libro de los amores ridículos” donde habitan siete relatos. Uno de ellos se llama “El falso autostop” y de ese voy a hablar. Hacer autostop es hacer dedo en la ruta.
Se trata de dos jóvenes que salen de vacaciones. Llevan un año de relación y, en apariencia, se llevan bien y se gustan. Él aprecia la pureza que la chica tiene a la hora de pensar la vida, cosa que le resulta extraño porque estaba acostumbrado a relacionarse con otro tipo de mujeres, tal vez de esas que están apuradas por vivir y se les nota. Sin embargo, ella sufre porque nota que hay una parte (frívola) de él que no conoce. Ella es seria y sufre por eso. Su vida transcurre debajo de las rodillas.
La trama se ubica en su primer día de vacaciones dirigiéndose en coche a los Montes Trata. De pronto, advierten que se están quedando sin combustible y paran en la estación de servicio más próxima. Ella, se adelanta unos cien metros mientras él llena el tanque y, cuando ve que se acerca, le hace dedo y él para.
- Vaya, parece que hoy estoy de suerte. En cinco años que llevo conduciendo, nunca había recogido a una autoestopista tan guapa.
Al principio él la salamea como si recién la conociera y a ella le da celos porque de alguna manera estaba viendo cómo era su chico seduciendo a una desconocida. Sin embrago supo que, dejando los celos de lado, podía inventarse ser quien nunca se había animado: una seductora experimentada. Eso le gustaba (a ella). Y él, por su parte, abandonó la galantería transformándose en un hombre duro, dueño de sí mismo y sarcástico. La vida de ficción, moldeaba como a una escultura a la vida sin ficciones.
Cuando llegaron a un cruce de caminos, él, en lugar de ir hacia los Montes Trata, se dirigió a una ciudad desconocida. No había apuro por llegar a destino.
Ella quería jugar con todo. Pensaba que él era así cuando levantaba a alguna chica por el camino cada vez que viajaba; pero esa imagen no le producía dolor. Ahora la mujer extraña era ella; y ser esa mujer indecente e irresponsable, que tantos celos le provocaba, le resultó hermoso. Les había ganado de mano a todas, se había apoderado de todas sus armas; le producía satisfacción darle a su chico lo que no había sabido darle siendo la de la no ficción: ligereza, informalidad, inmoralidad.
Y el juego continuó. Se sentaron en una mesa del restaurante del hotel donde iban a hacer noche y ella pidió dos vodkas. Él sentado cara a cara, se incomodaba, notaba que no sólo las palabras hacían de su chica una persona diferente, sino que estaba cambiando por entero sus gestos, sus modos de levantar la pera, su modo de decir, le incomodaba, sobre todo, la forma de mirar. Todo le recordaba a ese tipo de mujer que conocía tan bien y que le producía verdadero rechazo.
El vodka fue llevando al muchacho a un infierno de preguntas. ¿De dónde le salió esa mujer lasciva? ¿Sería realmente así? ¿No estaría conociendo, a partir del juego, a la chica que en realidad es? La que estaba sentada frente a él no era una mujer extraña dentro del cuerpo de su novia; era su propia chica, nadie más que ella. Sentía un desagrado cada vez mayor. Pero por otra parte, cuanto más dejaba de ser la chica que él conocía, más la deseaba físicamente. Tenía la sensación de ver por primera vez el cuerpo de su chica.
Ella, sin embargo, se sentía completamente suelta. Estaba fascinada por vivir sin biografía, sin pasado, sin ataduras…; se sentía excepcionalmente libre.
El problema de este juego era que el muchacho no dejaba de ver en esa desconocida a su chica. La veía seducir a un hombre desconocido y tenía el paradójico honor de ser él mismo, objeto de su infidelidad.
El juego, a él lo incomodaba y lo enfurecía; a ella le borraba de la espalda la mochila de su historia. Ella libre; él atormentado y con deseos de humillar, no al personaje, sino a su propia pareja. Al muchacho la incomodidad le hizo olvidar que estaban jugando. En la habitación, le dijo que se desnudara, y le tiró un billete de cincuenta. La chica lo abrazó y trató de llegar con su boca a la de él. Pero le puso los dedos en la boca y la apartó suavemente: “Sólo beso a las mujeres cuando las quiero.”
Ella desnuda, dijo que el juego había terminado, que al quitarse la ropa también se había quitado el disfraz. Ella quiso acercarse pero él no la dejó. La obligó a que subiera a una mesita que había junto a la pared. La chica hizo un gesto de súplica pero el joven le dijo: “Ya has cobrado.” Con lágrimas en los ojos se subió a la mesa. Y el muchacho incrementó su autoritarismo: la obligaba a que tomara distintas posturas, bailara, le decía palabras que ella nunca le había oído decir. Finalmente caen desparramados en la cama, hacen el amor. Ella fascinada por lo que le pasaba adentro de sí misma y angustiada por sentir tan desconocido al hombre que amaba. Luego todo terminó. Él apagó la luz. Se acostó junto a ella de manera que sus cuerpos no se tocaran. Luego se oyó un suave gemido y ella que le decía: “Yo soy yo, yo soy yo…” Él no dijo nada. Después el gemido se transformó en llanto y todavía tenían por delante trece días de vacaciones.
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