Por: Fernando Taveira
Para la novena edición de la Copa del Mundo, Argentina insistió en ser la anfitriona del certamen, pero en 1964 la FIFA se inclinó por el país azteca sosteniendo dos argumentos fundamentales: México iba a tener toda la infraestructura lista debido a la organización de los Juegos Olímpicos de 1968 y además, atravesaba una estabilidad política mucho más estable que la sudamericana. La ilusión de los criollos terminó de desmoronarse cuando su selección no logró superar a Perú durante las eliminatorias, y una vez más, el equipo “albiceleste” se ausentó de la cita mundialista.
En este Mundial se produjeron dos innovaciones que hasta el día de hoy se continúan utilizando. Tras serios incidentes idiomáticos ocurridos en torneos anteriores, se implementó el uso de las tarjetas amarillas y rojas, aunque en esta competición no se fue expulsado ningún jugador. Así mismo, se estableció que los equipos podían hacer dos sustituciones por encuentro. Por su parte, los suecos fueron protagonistas de otra novedad: llevaron a México a su propio chef, Peter Olander, quien trabajaba en el palacio del rey Gustavo Adolfo. Los escandinavos fueron imitados a partir de la Copa siguiente, y tanta trascendencia tomó este rol, que la FIFA determinó que a los cocineros también les correspondía recibir una medalla, en caso de que su equipo la gane.
En cuanto a lo futbolístico, la marcha de Brasil hacia la conquista no tuvo tropiezos. El técnico Mario Zagallo juntó a Pelé, Gerson, Tostao, Rivelino y Jairzinho, formando un conjunto compuesto por cinco números diez, un lujo que nunca más se volvió a repetir. Junto a ellos estaban Carlos Alberto, Clodobaldo y Brtio, que equilibraban al equipo, para vencer a todo rival que se le cruce por el camino. Derrotando 4 a 1 a Checoslovaquia, 1 a 0 a Inglaterra y 3 a 2 a Rumania, la “Selecção” llegó a los cuartos de final combinando una técnica jamás antes vista. Las victorias por 4 a 2 ante el mejor Perú de la historia y el 3 a 1 frente a Uruguay depositaron a la “verdeamarela” en la final del campeonato.
En el último partido de la Copa del Mundo se enfrentaban una delantera creativa y demoledora, contra una defensa fuerte y cerrada como la italiana. Los dos bicampeones se dirimían la obtención de la Jules Rimet, y el goce y la belleza iban a ser superiores a la fuerza y el sufrimiento. El 4 a 1 final quedó sellado para la posteridad, así como la imagen del trofeo en manos de Carlos Alberto y la vuelta olímpica de Pelé en cuero, llevado en andas alrededor de un estadio trepidante. El fútbol como nunca, se había mostrado perfecto, tal como lo graficaría después el volante italiano Sandro Mazzola: “Nosotros aguantamos 60 minutos, pero en los 30 restantes Brasil nos trituró”.
Según muchos analistas, el verdadero socio de Pelé fue Tostao, quien llegó a México gracias a un milagro. En septiembre del año anterior, jugando para el Cruzeiro, recibió un potente pelotazo del zaguero del Corinthians Ditao, lo que le provocó desprendimiento de retina en el ojo izquierdo. Para recuperar su visión, el atacante viajó a Houston, Estados Unidos, para someterse a cinco riesgosas operaciones. Luego de la final ante Italia, reveló que no pudo ver el cuarto gol, pero no por un problema ocular, sino lagrimal: “Después del tercer gol de Jairzinho sabía que habíamos ganado y me puse a llorar de alegría. Jugué 15 minutos con lágrimas en los ojos”. Con notable personalidad y mucho agradecimiento Tostao le obsequió la medalla conseguida en el Mundial al cirujano que lo había rehabilitado y cuando se retiró del fútbol se recibió de oftalmólogo.
Fue una pena que en 1983 aquella Copa conseguida por el mejor equipo de todos los tiempos haya tenido un destino tan austero. La Jules Rimet fue sustraída de la Confederación del Fútbol Brasileño para venderse como oro fundido en el mercado negro carioca. Sólo quedó el recuerdo de una auténtica revolución deportiva que llegó a lo más alto, con toques, gambetas y precisión. Nadie pudo, ni podrá discutir al verdadero equipo de los sueños.