Por: Martín París
Al principio todas las chicas son oportunidades. Uno las mira, les sonríe, les mete un chiste y, de a poco, va construyendo un plan de seducción. Ella te acepta una salida, vos te preparás para la noche, tenés algo de suerte y hasta, quizás, se ven durante algunas citas más. Pero es poco probable que el primer tiro libre que patees en tu vida vaya al ángulo, hasta Messi y Maradona erraron un penal (hoy estoy futbolísticamente muy metafórico). Y lo que sucede es que, con el paso del tiempo, comienzan a quedar huellas en muchos lados de amores no correspondidos, de relaciones fallidas, de historias que nunca fueron. Ahí es cuando te encontrás en medio de un gran cementerio amoroso en el que tu celular, Internet, tus amigos y hasta tu barrio, se encargan de recordarte periódicamente que todo, absolutamente todo, puede fallar.
Las redes sociales son las bitácoras de desencuentros amorosos más grandes del mundo. Es una experiencia increíble bucear por los muros de los contactos que hasta hace poco estuvieron en pareja y ver cómo, al principio de su última relación, su muro desbordaba videos de Arjona y ahora sólo postean canciones de Rammstein. Y ni hablar de las fotos que de un día para el otro desaparecen de sus álbumes. Un amigo mío siempre se preocupaba mucho por eso y cuando una pareja se separaba lo primero que preguntaba era: “¿Y qué van a hacer con tantas fotos?”. Claro, desde que existen las cámaras digitales se genera una exagerada e innecesaria cantidad de recuerdos.
Cuando busco algún teléfono en mis contactos del celular (ahora no se utiliza la memoria personal para recordar números telefónicos, no señor) de vez en cuando me cruzo con un nombre y un apellido que me clava una estaca en el corazón. Ahí (y solo ahí) es cuando decido borrarlo de mi agenda (no sea cosa que el Mister Hyde en el que todos nos transformamos con el cuarto fernet, a las cinco de la matina, después de que te cortó el rostro hasta el zombi que te alcanza el papel higiénico en el baño del boliche, te haga mandar esos mensajes desesperados, sin coherencia ni cohesión pero jadeantes y necesitados de cariño).
En el barrio hay lugares que están prohibidos. Y esto es algo que pasa con el transcurso de los años. Hay esquinas que te liquidan, que todavía tienen el olor de tus hormonas adolescentes laburando a full la pibita de los brackets. Además, siempre te terminás cruzando con una que antes bailaba en la barra del boliche, pero que ahora la tendrías que ayudar a subir con el cochecito de sus tres pares de mellizos. Y después están los galanes del barrio que se quedaron pelados y que el tiempo los detonó. Las diosas del secundario que se volvieron todas tanquetas, varios de tus amigos que salieron del clóset y las poco agraciadas que se transformaron en las nuevas revelaciones con mucha proyección y desborde por las dos puntas. Guarda con las tapadas del primario, yo sé lo que les digo, miren que la adolescencia puede cambiarte la vida. Y esas amistades interesadas, con el paso del tiempo, caducan (o sea, vos dejás de ver esa vecina que se puso de novio con el patova que te rebotaba por ir a la matinée con botines de Papi Fútbol).
Me parece que la experiencia nos tiene que servir para aprender a convivir con las pérdidas. Particularmente yo creo que nunca dejé de querer a las minas con las que estuve, simplemente las empecé a olvidar de a poco. Y después vinieron otras inquilinas que me alquilaron el corazón.
Ahora que me acordé, voy a llamar a la dientuda esa que se sentaba en el fondo del aula.