Por: Martín París
Soy un pésimo chamuyador. Si, ya sé, esto suena a chamuyo. Pero posta. No sé cómo iniciar una charla con una chica desconocida. A ver, quiero ser claro. Puedo decirle una frase inicial, pero si la mina no me tira un mínimo centro hago agua al instante. Tengo amigos que no, todo lo contrario. Siempre tienen temas de conversación con mujeres que no conocen y se la pasan hablando durante horas. ¿Cómo lo hacen? No lo sé. Pero además voy a confesar que tengo un problema peor: tengo tendencia a enamorarme de las chicas que son contratadas para agradarle a los hombres. O sea que me imagino formando una familia feliz con toda moza, empleada de negocio de ropa y promotora que me cruce en la vida. Es que mi viejo tiene razón: “No hay nada más lindo que una mujer linda”.
Lo que pasa es que yo creo que verdaderamente a mí me miran de manera especial. En serio. Ustedes pensarán que soy muy inocente (o algo mucho peor), pero para mí que les gusto posta (aunque cobren un sueldo mensual o propinas por eso). Una vez, me acuerdo que estábamos en la playa con los pibes y pasaron unas tarjeteras de boliche que estaban terribles. Pero a mí, hubo una que me partió la cabeza. Encima la veía todos los días en malla, paseando por ahí, entregando consumiciones, con una sonrisa hermosa y una piel dorada que la hacía parecer tallada en oro. La chica se acercó a nosotros seis que estábamos todos juntos apretujados debajo de una sola sombrilla, retándonos a feroces duelos de tejo por la única reposera que teníamos, y me preguntó a mí cuántas entradas queríamos. Yo le dije que éramos cinco (tengo un amigo medio agreta que sufre envejecimiento buenaondístico prematuro) y ella me entregó una tarjeta firmada con su nombre y corazoncitos. Dos corazoncitos.
Morí de amor. Soñé con ella (producto de mi enamoramiento y de una insolación con quemaduras de tercer grado) y le pedí a mis amigos que, previa pasada de cremita por la espalda en carne viva, por favor esa noche fuésemos a bailar al boliche de la tarjetera a la que hubiera sido capaz de regalarle un dos por uno para entrar en mi corazón. La cosa es que los convencí a todos y esa noche fuimos para allá (salvo el pendeviejo de mi amigo que se quedó en reposo luego de haber sido noqueado mano a mano por una aguaviva). Yo me empilché bien veraniego para mostrar mi tostado (estaba rojo como un tomate perita) y encaramos para la peatonal a romper la noche. Vimos tres imitadores de Sandro, nos lastramos media docena de alfajores cada uno y, después de tirarnos dolorosas pelotas de arena mojada a orillas del mar, llegamos a nuestro destino. Cuando nos pusimos a hacer la cola para entrar la vi: estaba peinada, maquillada, brillante como una perla. Y fue entonces que, sin perder más tiempo, la encaré.
Tenía todo un plan de seducción armado. Le entregué la tarjeta que me había dado en la playa esa tarde y la chica me miró sin entender. Yo empecé a venderle todas las cosas que ofrecía el boliche, su boliche. Le invertí los roles, me hice el tarjetero tratando de imitar su trabajo a la vista de todos los otros flacos (algunos excelentemente bronceados) que esperaban en la puerta ansiosos por entrar antes de las dos y media para no perderse el último happy hour de fernet. Ella sonrió y yo le sonreí y, luego de asegurarme que viera que en la tarjeta estaban escritos todos mis datos (número de celular, dirección de e-mail, usuario de redes sociales, el nombre de mi vieja), me entregué a una noche de locura y desenfreno (hasta que levanté temperatura y me tuvieron que llevar a cococha al monoambiente que con mis seis amigos habíamos alquilado para amortizar los gastos).
Cuando volví a mi casa después de las vacaciones, lo primero que hice fue abrir el Face y descubrí que su solicitud de amistad me estaba esperando. Lloré de emoción, obviamente la acepté y aguardé a verla online. Ella se conectó, esperé unos cinco minutos eternos rogando que no se vaya para hablarle sin parecer desesperado y le dije: “¡Hola! ¿Cómo andás?”. Ella escribió, escribió, escribió, escribió, escribió y, finalmente, me contestó: “Todo bien. Viendo una peli con mi novio”.
¿Y yo qué sabía? Al menos lo intenté. Sí, es cierto que mis amigos se rieron a carcajadas cuando les conté que me había enamorado de la tarjetera de un boliche. Es que para mí no existen mujeres imposibles. Yo voy de frente con cualquiera, ninguna me intimida. Cada uno tiene sus armas, así que mejor tirar una oferta antes de quedarse con la duda (uno nunca sabe cuál es el precio que se va a terminar pagando en un remate de amor). Porque por más que ellas se muestren intocables, que te miren por encima del hombro, que te giren la cabeza cuando les querés hablar, hay algo que nos iguala: todos, absolutamente todos…
…lloramos por amor alguna vez en nuestras vidas.