Carne trémula

#SoySolo

“¿Pero le diste o no le diste?”, me preguntó el gordo en el restaurante. “Es que vos tenés la idea fija, gordo”, le contesté yo que me había pedido un medallón de lomo a la mostaza con papas noisettes. “Todos la tenemos, pa, sólo que algunos subliman escribiendo”, me cacheteó el dogui (derivado de “dogor”) mientras se servía la primera porción de la grande de anchoas que se iba a lastrar hasta el cabito. “Pero si la mina no te cierra me parece que es como que la estás usando”, le dije yo. “¿Pero si ella te da cabida vos qué drama te hacés? Además te sacás las ganas y después ya está, ya fue”. Ya fue, ya fue, ya fue… me quedó rebotando como un eco en el marulo. ¿Así de simple puede verse una relación? ¿Puede separarse la carne del sentimiento? ¿Fue o es? ¿Qué onda el verbo to be? Todo esto me lo pregunté mientras cortaba el pedazo de carne rosada que sangraba y me hacía agua la boca. Y lo miré al gordo que se morfaba el pescadito apestoso ese con la mano antes de entrarle a la masa cocinada a la piedra. Y ahí pensé, ¿preferimos el amor romántico o todo se trata de saciar nuestro instinto carnal de supervivivencia de la especie?

“Pasame la sal”, me dijo. “¿Pero me escuchaste lo que te pregunté?”, le dije. “Yo que sé. Pasame la sal que esta mozzarella no tiene gusto a nada”, me contestó el gordo que se estaba entrenando para alcanzar la medalla de oro en las olimpiadas de la hipertensión arterial. “Lo que digo es que las películas y las novelas nos enseñan es que todo el mundo está buscando el amor romántico. ¿A vos no te pasa eso?”, le pregunté. “Sí, pero ponele que la mina busca ese lomo”, me señala el gordo mi plato choreándome un pedazo de carne de refilón. “La salsa que la acompaña puede estar o no estar. Puede ser otra incluso. Hay muchas minas que lo único que quieren es un pedazo de carne, ¿entendés?”, me dice el macho de América adicto a las telenovelas de doble nombre. “¿Sabés qué? No te creo. Porque no solo te vi llorar por amor, sino que vos mismo me reconociste que te sentís pleno cuando haces la chanchada con minas que te gustan de verdad, en todo sentido”, le dije yo. “Sí, obvio, eso es ideal. Pero cuando hay hambre no hay pan duro”, me contestó el gordo untándose manteca en un coquito. “¡Dejá de lastrar y escuchame! ¿Vos preferís que te amen o que te usen como un objeto de deseo?”, le pregunté a mi amigo y una nube de recuerdos le nubló la mirada. Sus ojos se pusieron vidriosos.

“¿Qué te pasa?”, le pregunté yo. Nunca lo había visto así. “No… snif… es que deben estar cortando cebolla en la cocina… snif… snif”, me dijo el gordo conteniendo el llanto. “¿Ves? ¿Ves que debajo de toda esa gruesa capa de grasa hay un corazón lleno de colesterol que late por amor?”, le dije a mi compadre. “¡Pero yo las hago cobrar por cajero igual!”, me gritó y un mozo trastabilló. “Lo que pasa es que vos sos esclavo de tus necesidades fisiológicas, gordo”, le dije yo. “Ya te dije que vos también, pero a vos te reconforta más la expectativa de un amor eterno que saciar la necesidad imperiosa de la carne. El enamoramiento te dura un par de meses, nomás. Después se vuelve más minimalista, la cosa. Todo se reduce a lo esencial. Pero nada es para siempre, ni exclusivo, ni te exige que renuncies a tu instinto”, me dijo el gordo con firmeza, mientras masticaba fuerte y ruidoso un cacho medio chamuscado de pizza. Yo buscaba en el menú, para saber de dónde había sacado semejante frase.

“Es que a vos te importa más la forma que la sustancia”, le dije yo poniéndole a prueba sus dotes filosóficas. “Es que si no te toman el tiempo”, me contestó él bajando a la tierra de un hondazo toda mi pretensión intelectual. “Pasa que, a veces, al otro le cuesta abrirse a una relación nueva porque tiene miedo de quedar vulnerable”, lo trato de convencer, “Si no entrega, es histérica. Fijo, pela”, pero no aflojó. Yo me quedé pensando mientras rasqueteaba con el grisín el fondo del plato a ver si quedaba algo de la salsa que hubiese justificado hasta la ingesta de medio kilo de tornillos untados con esa gloria del Señor (chef). “¿Pero al final le diste o no le diste?”, me volvió a preguntar el gordo sacándome de mi fantasía culinaria. Y fue entonces cuando me di cuenta que el amor tiene algo de yin y yang. En él se mezclan el deseo y el romanticismo, dos fuerzas tan necesarias como vitales que deben estar equilibradas para que no te vuelvan un animal sediento de sangre, ni un abstracto y platónico amante idealizado. Y como el gordo me había reconocido que en su corazón también convivían el dolor de un desencuentro con la esperanza de volver a creer, me pareció que tenía que darle el gustito.

“Y… ya que estábamos ahí…”, le dije y brindamos los dos mientras yo le arrebataba la última anchoíta de la pizza sin que se diera cuenta.