Por: Martín París
Algunas veces tomamos decisiones irreversibles en nuestras vidas, pero al instante dudamos en ser tan determinantes. Yo creo que es porque lo irreversible parece ser contra natura. ¿Cómo admitir que no exista posibilidad de arrepentimiento? ¿Quién puede ser capaz de no permitirnos una contradicción? Nosotros mismos. Yo, vos, él, ellos, nosotros, somos los jueces más feroces, los únicos capaces de sentenciar una persona al olvido, a morir en vida. Y es en aquel preciso momento en que uno percibe que acaba de tomar un camino que no podrá ser corregido nunca más en donde se pregunta: ¿habré hecho bien?
Todos fuimos rechazados y rechazadores. Todos decidimos por sobre la voluntad de la otredad alguna vez en nuestras vidas. Y nos sentimos injustos. En algún momento (podría apostarlo) todos dudamos en saber si estábamos haciendo la elección correcta. Yo alguna vez me quedé pensando si, realmente, no me esperaba una vida de felicidad eterna si decidía darle el escaso cariño que me exigía aquella chica que no me gustaba. Me sentí una basura (lo confieso). Llegué incluso a pensar que no merecía aquel cariño sincero, desesperado, porfiado, desgarrador. Fui gentil a la hora de negarme al regalo azaroso de encontrar un corazón que latía por mí. Lo creí inimputable, porque a mí me pasó también de amar ciegamente, sin cordura, incluso, sin justificación.
Yo también amé a quien no me amaba. Pero con el paso de las cicatrices, la piel se pone dura y uno comienza a evaluar de un modo cada vez más mercantilista el toma y daca del amor. No lo digo con rencor, ¿pero acaso se siente justo entregarse entero a quien no lo hace con nosotros? Creo que alguna vez jugamos ese partido y (¡puta suerte!) salimos lastimados, siendo sustituido por un jugador, muchas veces, con menos luces y entrega, pero con más banca. Sin embargo, la fortaleza de nuestra armadura, algunas noches de insomnio y soledad se ablanda. Y es entonces cuando en el diario íntimo de nuestra vida nos ponemos a pensar en las crueles ucronías del qué hubiera pasado si…
Una vez amé a una chica con la que me divertía mucho. La deseaba ardientemente, con locura, soñaba con ese encuentro en el que dos cuerpos se funden en uno. Fantaseaba de día y de noche con aquella cuenta pendiente de nuestra relación. Muchos me habían dicho que de pagarse esa deuda, el tambor que me sonaba en el pecho cada vez que la veía, iba a enmudecerse poco a poco, hasta extinguirse en un silencio frío y fatal. Quisieron nuestras vidas que aquella historia de pasión jamás se concretase, que quedara en un proyecto encarpetado en nuestros haberes amatorios. Fuimos fuego. Un fuego que jamás se apagó.
Durante mucho tiempo evoqué sus recuerdos, hasta que finalmente me di por vencido y decidí que era hora de borrarla de mi vida. Acepté, a regañadientes, que un final había sido escrito con lágrimas indelebles. Pero, inconscientemente, mi cerebro, mi cuerpo, mi sangre, mi corazón, la seguían reclamando muchas noches. Una vez por mes, como mínimo, la soñaba. Pero no volvían a mi imaginación aquellas piruetas carnales que me habían desvelado noches enteras. No, me volvían sus sonrisas, sus chistes, nuestros juegos, nuestra complicidad, con formas de recuerdos que sembraban dolor, que me hacían imposible vivir un presente feliz condenado a la tristeza por el peso muerto de la melancolía. Algo tenía que hacer.
Consulté a las musas y me aconsejaron que lo mejor que podía hacer era sacarme aquel peso de encima. Porque, casi de manera involuntaria, me di cuenta que jamás le había dicho lo que realmente aún me ataba a ella. Tenía que cruzar el Rubicón. Tenía que echar la suerte de una vez y para siempre sin saber cuál sería el resultado final, pero aceptando que al dar aquel paso adelante, jamás podría volver a dar uno atrás. Sabía que el riesgo no daba espacio para arrepentimientos. Sabía que no habría segundas oportunidades, ni correcciones, ni retornos, ni enmiendas. Tomé coraje (el que pude frente a la única persona que me hacía temblar) y le dije:
“Lo que más extraño es cómo nos divertíamos juntos”.
Y, desde aquella vez, no volví a soñar nunca más con ella.