Por: Fabio Lacolla
De pronto pasan 10, 15 años y todo se va naturalizando. Tus preocupaciones cambian de foco, te ponés menos lírico y más realista, pasas de las letras a los números. Te inquieta más llegar a fin de mes que ir a ver la última de Wes Anderson, tus antiguas zanahorias poco a poco se convierten en los botines del nene y los patines de la nena. Peleás en el trabajo para que te reconozcan, de una buena vez, todas las horas que le quitaste a tu familia; pensás en que no sería mala idea techar el patiecito para cuidar al auto del granizo. Buscás en Google la palabra triglicéridos y le preguntás a Don Fito sobre el colesterol malo. Los placeres hicieron una mudanza en tu sentido de la saciedad, antes era un buen polvo, ahora un buen asado. Aprendiste a hacer paella y a trabajar la madera, entraste en el universo de los habanos pero no te termina de convencer, te regalaron un cofre que se enchufa y sirve para guardar botellas de vino. La clase de media se instaló en tu casa y todos bailan a su alrededor.
Y ella, para vos, es una costumbre. Hace más de veinte años que está ahí, acompañando tu neurosis, te ayuda a pensar algunas cosas, pero siempre termina encuadrándose en tus conductas impulsivas. Por eso perdieron tanta guita. Vos sos gracias a ella y viceversa. Juntos partieron en ese trencito trochero llamado proyecto en común y la mayor te vino porque a ella no le vino. Preferís adaptarte al mundo del otro, antes que buscar en el tuyo los afectos perdidos; sos de los que tienen un pulóver, tres camisas y un par de zapatillas. Tu falta de ambición, a ella le duele un poco. La mini burguesía los sentó en una silla de un soplido.
Acostumbrarse al otro es un arma de doble filo: una cosa es hacerlo como modo de adaptación a una realidad que pide otras atenciones y que a la larga redundará en un beneficio mutuo; y otra, es acostumbrarse como quien se acostumbra a tener una venda oscura en los ojos tristes. El acostumbramiento tiene un costado gris, quien se acostumbra, es sospechado de conformista, de alguien que está peleado con la ambición y que no se cree merecedor de otra cosa, ni mejor ni peor, otra cosa. Para algunos, acostumbrase es un acto de cobardía, bajarse de la calesita en movimiento, apoyar la nariz en el vidrio, colgar los botines. Para otros es buscar en la conformidad una justificación ideológica, un descanso inmerecido después de no luchar casi nada por uno mismo. Los que se acostumbran patológicamente cumplen el mandato familiar de formar una familia y no revén casi nunca si esa elección se justifica con el tiempo. Lo que funciona en una época no significa que sea para siempre. Básicamente les da miedo reinventarse, no se creen merecedores.
Ella sueña con otra cosa, se lo imagina, lo fantasea, pero, le da miedo volver todo a cero y recomenzar, como quien descubre todo por primera vez. Se refugia en la televisión y en la loca de su hermana que se la pasa empezando. A ella le gustaría volver a vivir una noche romántica, de esas con velas y boleros. Eso, para vos, es cursilería pura… y un “fangote de guita”.
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