Por: Fernando Taveira
Con las cenizas flotando en el aire y los cañones todavía calientes provocados por la Segunda Guerra Mundial, la pelota volvió a rodar en el ámbito internacional. En el congreso de 1946, en Luxemburgo, la FIFA determinó que la nueva sede para la Copa del Mundo de 1949 sea Brasil. Cabe destacar, que el país “carioca” fue el único que se postuló a organizar el torneo, dado que ningún estado europeo tenía intenciones de albergar al certamen porque se encontraban en plena reconstrucción. La única condición que impuso el anfitrión era postergar un año el puntapié inicial para poder acondicionar sus estadios y construir el mítico Maracaná.
Para esta edición, fueron excluidos Alemania y Japón por ser considerados los responsables del conflicto bélico y sus brutales consecuencias. A su vez, la Argentina se negó a participar porque su presidente, Juan Domingo Perón, no quería enviar un equipo a tierras brasileñas por diferencias con su gobierno. Además, Escocia, Portugal e India, que ya se habían clasificado, también decidieron retirarse de la cita mundialista. Los británicos consideraron que no les correspondía jugar el Mundial, los lusitanos argumentaron tener problemas técnicos y los asiáticos se negaron a participar porque no dejaban a sus jugadores jugar descalzos, como lo hacían en Bombay o Nueva Delhi.
De este modo, el campeonato se inició con 13 equipos divididos en 4 zonas, y los primeros de cada grupo se disputaron el título en un cuadrangular. Así, el de 1950, fue el único Mundial que no tuvo una final. Fue por una casualidad del calendario, y por cómo se dieron los resultados, que Brasil y Uruguay se enfrentaron en el partido decisivo: los locales vencieron a Suecia 7 a 1 y a España 6 a 1, mientras que los charrúas empataron en 2 con los ibéricos y superaron a los escandinavos 3 a 2. Por lo tanto, a la selección “carioca” le alcanzaba el empate para consagrarse en su casa.
El día previo al choque entre los sudamericanos, Jacobo, un dirigente de la Asociación del Fútbol Uruguayo le dijo a sus jugadores: “Traten de no comerse seis, con cuatro estamos cumplidos”, a lo que el capitán del equipo le respondió: “Los de afuera son de palo” anticipando el ánimo con el que iban a disputar el encuentro.
Ante más de 200.000 personas, el 16 de julio de 1950 se disputó el cotejo que definió al campeón. A los 48 minutos de juego Friaca abrió el marcador para confirmar el carnaval brasileño. Obdulio Varela tomó la pelota y se la puso debajo del brazo. Empezó a caminar muy lentamente hasta la mitad de la cancha para discutir con el árbitro inglés, George Reader, un supuesto offside. El capitán “charrúa” impulsó a sus compañeros a jugarle de igual a igual a la potencia local y a los 66 minutos Juan Schiaffino marcó el empate. El suspenso se hacía presente en el Maracaná hasta que Alcides Ghiggia sentenció el 2 a 1 para la “Celeste”.
El resultado final provocó suicidios en masas. El ferviente público no podía entender lo que sucedía adentro de la cacha. “Lloraban todos, nunca vi algo así” dijo Schiaffino. “No fue para tanto, ganamos y nada más. Pero de 100 partidos, perdíamos 99” comentó el arquero Roque Maspoli. Sin embargo hubo un hombre que fue fundamental para la hazaña “charrúa”. Un hombre que después del pitazo final se sintió culpable de la tristeza brasileña. Un hombre que la misma noche del partido se acercó a los rivales para compartir una cerveza. Un hombre llamado Obdulio Varela quien desde ese día en adelante, jamás quiso hablar en público de aquel “Maracanazo”.