Por: Martín París
Una de las cosas que más me quita el sueño luego de haber salido por primera vez con una chica es saber qué impresión se llevó de mí luego de la cita. ¿Se habrá sentido cómoda? ¿Habremos logrado alguna conexión al contarnos nuestras historias? ¿Creerá que realmente me interesa conocerla? ¿Le habré gustado? ¿Volveremos a salir? Todas estas preguntas y muchas más me surgen instantáneamente en la cabeza cuando nos despedimos y ahí arranca un maremoto de pensamientos agotadores que repasan cada pequeño detalle, gesto y palabra del encuentro para tratar de identificar aunque sea una mínima señal que me permita saber si el futuro nos encontrará intentando algo juntos o nos abandonará nuevamente a la soledad del desencuentro. Es que a veces los nervios te juegan una mala pasada y te querés matar porque una primera cita tiene el poder de definirlo todo: algo puede nacer o morir para siempre. Por eso, al despedirnos, al mirarla por última vez a los ojos sin saber si los voy a volver a ver alguna vez, en mi cabeza comienzan procesiones.
No una, varias procesiones, muchas, y todas juntas a la vez que van por dentro apretujándose entre sí. Porque a mí me pasa que si compruebo fácticamente que la chica me gusta y su historia y personalidad me conmueven, entonces adentro me empieza una lucha interna para tratar de calmar mis voraces ganas de estar con ella. Pasa que cuando conozco a una persona interesante, lo primero que se me viene a la mente es la ansiedad de empezar a descubrirla y la angustia de no haberlo podido hacer desde mucho tiempo antes. “¡Qué lástima que no la conocí hace unos años!”, me digo sintiendo pena al repasar todos los hechos de mi vida que me gustaría haber compartido con ella. Pero también otro gladiador me presenta batalla al instante de verme movilizado por una persona así: la horrible sensación de saber que quizás no sea yo la persona que ella quiera a su lado.
Porque, aunque prefiramos no verlo y no queramos aceptarlo, no ser elegidos es una opción posible, y es ahí donde, aunque lo odiemos, sentimos la necesidad de ponerle lomos de burro a nuestras muestras de cariño hasta tanto no constatemos que conseguimos los permisos necesarios para expresarlo (si no, puede ser ilegal, guarda). Durante ese período es común sufrir algunas noches de insomnio pensando que todo lo que te gustaría vivir con ella, quizás, nunca se concrete y sentís que es injusto porque lo único que deseas en esta vida es darle todo lo que necesita para hacerla feliz (siempre y cuando ella sienta lo mismo por vos, porque la cosa es recíproca, a no olvidar). Y no querés transformarte en un ser vil, frío y distante. No te sale, pero te debatís internamente si no deberías guardar el corazón en el freezer un rato para no derretirte de angustia cada minuto que pasa sin saber si ella te eligió como vos la elegiste.
Ojo, también me la paso pensando si no debería esperar tranquilo a que las cosas fluyan con naturalidad. La verdad que me encantaría, acepto que sería conveniente para mi estabilidad psicológica, pero la verdad es que, a pesar de que por afuera muestre una careta de que la vengo piloteando como un campeón, por adentro siento un raid de emociones que no puedo evitar. Porque me quedo flasheado al imaginar que esa chica que conocí el otro día, esa que, azarosamente o por una serie de causas específicas que apenas puedo elucubrar, se cruzó en mi camino, que tanto me costó invitar a salir y que tuve frente a mí por primera vez, puede ser la persona más trascendental de mi vida. Y ahí, al toque, me pregunto…
…¿estas procesiones también las estará sintiendo ella?