Por: Martín París
Cuando corté el teléfono sentí que se me venía el mundo abajo. Ese último “Chau”, era la frase final de una historia que le había dado sentido a muchas noches de insomnio. Porque pensaba que la había encontrado, que la búsqueda implacable había dado, por fin, su rédito tan deseado. Pero no, al cortarme el teléfono me lanzó al olvido una vez más. El gordo pasó por casa y salimos a recorrer el barrio. Me preguntó por qué estaba mal y yo le conté que acababa de terminar con esa chica de la que tanto le venía hablando. Que no podía entender cómo había pasado, pero que me cabía igual. Y, entonces, mi amigo me miró a los ojos y, con esa honestidad brutal que tiene la gente que te conoce en carne viva, me dijo: “¿Cuándo vas a hacer algo en tu vida sin pensar?”.
Les dije a mis viejos que me iba a cenar con él. Me subí a su auto y encaramos para su casa, pero al llegar a la esquina dio un volantazo y salimos a pique por la General Paz. “Dale. Siempre pensaste cada cosa que hiciste hasta el hartazgo y mirá cómo te salió todo. Probá dejar de ser tan racional y dejá que te guíe el instinto alguna vez. Por ahí, quien sabe, la suerte está de tu lado”, me dijo mi amigo sintiendo mi tristeza y me dejó en la parada del bondi porque tenía que volver a su casa volando (se estaba garcando). La zona era heavy. Estaba de visitante y eso se notaba a diez kilómetros. Sentía miedo, nervios, angustia, tristeza, excitación. Me la pasé rogando que esté en su casa. No le había avisado nada que iba para allá. Es que estaba a punto de pedirle al arquero que vaya a cabecear al área contraria. No me importaba nada: lo mismo da perder por un gol que por goleada.
En la parada del colectivo me la pasé ensayando formas de decirle lo mucho que la amaba, cuánto la necesitaba, lo importante que era en mi vida. Que solamente quería hacerla feliz, que deseaba verla envejecer a mi lado como esa abuelita que esperaba el colectivo junto a mí. Y en medio de ese maremoto mental que me aislaba del mundo terrenal haciendo miles de elucubraciones imposibles, el bondi llegó y yo quise dejar pasar a la nona que se negó a aceptar mi gesto de educación. Un flaco que estaba antes que yo se me adelantó y otro me dejó pasar a mí dejándome en el medio de los dos. De manera imprevista, el de adelante decidió bajarse y, a pesar de que yo lo estaba dejando pasar, me empujaba contra el otro. De pronto, me encontraba yendo y viniendo como si fuera uno de esos muñecos a los que les pegan y nunca se caen. Yo no entendía qué estaba pasando, hasta que noté que la dulce abuelita que todavía esperaba para subir me estaba mandando mano entre los bolsillos desde abajo. Era claro: los tres me estaban choreando.
Yo me agaché como pude, agarré al flaco que tenía adelante y lo empujé fuera del colectivo que arrancó. La abuelita me puteó, el de atrás me pegó un cachetazo en la cabeza con furia antes de bajarse de un salto. Yo me puse de pie y pedí el boleto como si nada me hubiera pasado. Me quedé parado en el medio del vehículo y descubrí que todos los pasajeros me miraban, como si fuese el bufón del pueblo. Y fue ahí que caí en la cuenta de que acababa de zafar de una situación ultra violenta. Me toqué todo el cuerpo para asegurarme que no estaba lastimado, porque el corazón me latía a mil y yo no entendía nada, y todo estaba pasando muy rápido, y me sentí en una selva urbana tratando de sobrevivir. Alguien me cedió el asiento y me senté temblando: “Te quisieron robar, ¿no?”, me preguntó ella, que era igual a la otra, pero más dulce, más hermosa, más real. Y yo la miré y le dije: “Sí. No. No sé”. Estaba confundido por todos lados.
Los minutos pasaron y, de a poco, fui cayendo otra vez a la realidad. Yo tenía un tornado en la cabeza. Todo era tan extraño. Pensaba en ella, pensaba en que quizás no estuviese, pensaba en que me habían querido robar, pensaba en que no le había pedido el teléfono a mi compañera de viaje, pensaba y no dejaba de pensar que pensar no había sido el objetivo de esa aventura. Bajé del bondi corriendo y llegué a su puerta. Toqué el timbre de su depto y esperé. Existían grandes chances de que esa travesía que me había costado tanto hubiera sido en vano. Ella podría estar de sus viejos, en el supermercado, en la cancha, donde sea, pero no ahí arriba en su casa, conmigo ahí abajo en su puerta. Pero no, ella atendió: “¿Sos vos?”, me preguntó por el portero eléctrico como si me hubiese estado esperando, y yo le contesté: “Si, soy yo”, y bajó a abrirme la puerta. Sudor fío me caía por la espalda cuando la vi aparecer llave en mano, me temblaban las piernas, sentía la cara hecha un fuego. Crucé los dedos: que fuera lo que Superman quisiera.
Apenas entré le pedí que me disculpara por verme así tan nervioso, pero que me habían querido chorear hacía un toque, y ella, más confundida que yo, me preguntó: “¿Qué hacés acá?”. Inspiré profundo, tomé coraje y, como pude, saqué un paquete del bolsillo. Se lo entregué: “Es una cintita que te compré en San Clemente… con el gordo”. Ella miró con cierta ternura el sobrecito y me lo devolvió. Me dijo que no podía aceptar ese regalo, que no era de ella. Yo le insistí y le dije que si todo había terminado entre nosotros que por lo menos me deje darle un último recuerdo de lo lindo que había sido haberla conocido. Ella abrió el paquetito y metió la mano. “No hay nada”, me dijo. Yo agarré el sobre y busqué una cintita que ya no estaba ahí: era lo único que había logrado robarme la dulce abuelita toquetona del colectivo. Saqué todas las cosas que tenía en mis bolsillos desesperado. Ahí estaban mis documentos, mis llaves, el celular y la cajita de forros para el sexo de reconciliación que había llevado inútilmente, pero la cintita no, la cintita ya no estaba. Entonces, levanté la vista, la miré a los ojos y, con la cabeza otra vez a mil revoluciones por minuto, le hice una última pregunta…
…“¿No me das un par de monedas para el bondi?”.