Por: Fabio Lacolla
Viene todo bien, la hermana te cayó divina, te gusta su forma de pensar, parece una persona seria. Te divierte; y hasta no te da miedo pensar en el futuro. Te fuiste de vacaciones, como un modo de probar a ver qué onda y funcionó. Sabe cuando tiene que callarse y cerrar esa bocota; sabe cuando tiene que meter un chiste para descomprimir tu mala onda.
A tus amigos les gusta, enseguida encontraron ese punto en común que uno necesita cuando pretende que su pareja y sus amigos puedan convivir discretamente en un cumpleaños. El cuerpo, que al principio no te cerraba mucho, con el tiempo te fue gustando. La salida del cine es discreta; hay parejas que aniquilan lo poco que les queda cuando salen del cine porque a pesar de haber visto la misma película, parece que hubieran entrado a dos cines distintos. Que a uno le guste el Campari y al otro el Fernet no parece ser motivo de discordia.
En fin, parece que todo marcha bien… pero no.
De repente un día te levantás con esa angustia que duele en la garganta, te quedarías en la cama todo el día si no fuera por ese trabajo de mierda que tenés, sentís que algo se rompió, no sabés cómo ni cuándo, pero algo se rompió. De repente una Minipimer visita tu cabeza y te mezcla las certezas con las dudas y lo que te pasa a vos de repente crees que le pasa al otro y lo que le pasa al otro crees que es por lo que te pasa a vos, pero a la vez, sabés que lo que te pasa a vos tiene que ver con vos, mientras que lo que le pasa al otro es problema suyo, pero no. Una vez leíste que uno es funcional al otro y entonces te hacés responsable, no sólo por lo que te pasa a vos, sino también por lo que le va a pasar al otro producto de lo que te pasa a vos. Entonces es ahí cuando ponés pausa.
Dejás pasar unos días y te anestesiás como para hacerte un tratamiento de conducto/a antes de una extracción definitiva. Querés recuperar la pieza porque tal vez consideres que no son tiempos de ir soportando agujeros. Lo cierto es que desde esa mañana algo te duele. Te duele el futuro con esa persona, te duele la fantasía insolente que siempre se adelanta y construye ficciones más allá de vos. Te duele la posibilidad de equivocarte, de que eso se pierda para siempre, te duele tener que pasar por el dolor.
Dejar de amar no nos convierte en mala gente, pero cuando tenés que poner en palabras esa necesidad de corte no podés hacerlo sin que suene cruel por más ternura que le pongas en el momento de decirlo. Yo no se qué es más raro, si enamorarse o dejar de hacerlo. Mala persona sos si eso no sale de tus cuerdas vocales y no le encontrás la forma de ponerlo en palabras, si provocás situaciones para que el otro deje de ser tu pareja y se convierta en un adivino emocional donde encima toda certeza de adivinación va contra sí mismo.
Cuando dejamos de amar nos ponemos triste, no sólo por nosotros mismos sino también por el otro. Dejar de amar significa una desinteligencia entre la razón y la emoción, entre el sentimiento y el pensamiento. Vos pensás que eso es pasajero porque el otro es una buena persona que encaja en “casi” en todo lo que esperabas, pero por otro lado no te pasa lo que te tiene que pasar cuando están juntos. El interés va cambiando de monta, las cantidades de tiempo cruzan del otro lado de la balanza y tenés ganas de estar en otro lugar. Eso te dispersa y te convierte, cada vez más, en una persona ausente. En un principio, el otro, algo percibe pero lo niega, hasta que llega un momento que es inexorable y es cuando comienza el período de tristeza, en uno porque carga con la culpa del abandono y en el otro porque revive alguna escena del desamparo.
Lo único feliz es el paso del tiempo. Me refiero a que no hay nada más desprolijo que una separación, muchas parejas logran hacerlo civilizadamente pero la gran mayoría se revuelcan en los malentendidos caprichosos del amor y gastan más en gasas que en curitas.
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